X 12. ORGANIZACIÓN DE LA PATRIA SOBRE LA BASE DEMOCRÁTICA

 

La igualdad y la libertad son los dos ejes centrales, o más bien, los dos polos del mundo de la Democracia.

La Democracia parte de un hecho necesario, es decir, la igualdad de clases, y marcha con paso firme hacia la conquista del reino de la libertad más amplia —de la libertad individual, civil y política.

La Democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos o instituidos por todos para el bien de la comunidad o de la Asociación.

La Democracia es el régimen de la libertad, fundado sobre la igualdad de clases.

Todas las asociaciones políticas modernas tienden a establecer la igualdad de clases, y puede asegurarse, observando el movimiento progresivo de las naciones europeas y americanas, "que el desenvolvimiento gradual de la igualdad de clases, es una ley de la Providencia, pues reviste sus principales caracteres; es universal, durable, se substrae de día en día al poder humano, y todos los acontecimientos y todos los hombres conspiran sin saberlo a extenderla y afianzarla" (Alexis de Tocqueville).

La Democracia es el gobierno de las mayorías, o el consentimiento uniforme de la razón de todos, obrando para la creación de la ley, y para decidir soberanamente sobre todo aquello que interesa a la asociación.

Ese consentimiento general y uniforme constituye la soberanía del pueblo.

La Soberanía del Pueblo es ilimitada en todo lo que pertenece a la sociedad: en la política, en la filosofía, en la religión; pero el pueblo no es soberano de lo que toca al individuo: de su conciencia, de su propiedad, de su vida y su libertad.

La asociación se ha establecido para el bien de todos; ella es el fondo común de todos los intereses individuales, o el símbolo animado de la fuerza e inteligencia de cada uno.

El fin de la asociación es organizar la democracia, y asegurar a todos y cada uno de los miembros asociados, la más amplia y libre fruición de sus derechos naturales; el más amplio y libre ejercicio de sus facultades.

Luego el pueblo soberano o la mayoría no puede violar esos derechos individuales, coartar el ejercicio de esas facultades, que son a un tiempo el origen, el vínculo, la condición y el fin de la Asociación.

Desde el momento que las viola, el pacto está roto, la asociación se disuelve, y cada uno será dueño absoluto de su voluntad y sus acciones, y de cifrar su derecho en su fortaleza.

Resulta de aquí, que el límite de la razón colectiva es el derecho; y el límite de la razón individual, la soberanía de la razón del pueblo.

El derecho del hombre es anterior al derecho de la asociación. El individuo por la ley de Dios y de la humanidad es dueño exclusivo de su vida, de su propiedad, de su conciencia y su libertad: su vida es un don de Dios; su propiedad, el sudor de su rostro; su conciencia, el ojo de su alma y el juez íntimo de sus actos; su libertad, la condición necesaria para el desarrollo de las facultades que Dios le dio con el fin de que viviese feliz, la esencia misma de su vida, puesto que la vida sin libertad es muerte.

El derecho de la asociación está por consiguiente circunscrito en la órbita de los derechos individuales.

El soberano, el pueblo, la mayoría dictan la ley social y positiva con el objeto de afianzar y sancionar la ley primitiva, la ley natural del individuo. Así es que, lejos de abnegar el hombre al entrar en sociedad una parte de su libertad y sus derechos, se ha reunido al contrario a los demás, y formado la asociación, con el fin de asegurarlos y extenderlos.

Si la ley positiva del soberano se ajusta a la ley natural, su derecho es legítimo y todos deben prestarle obediencia, so pena de ser castigados como infractores; si la viola, es ilegítima y tiránica, y nadie está obligado a obedecerla.

El derecho de resistencia del individuo contra las decisiones tiránicas del pueblo soberano o de la mayoría, es por consiguiente legítimo, como lo es el derecho de repeler la fuerza con la fuerza, y de matar al ladrón o al asesino, que atente a nuestra propiedad o nuestra vida, puesto que nace de las condiciones mismas del pacto social.

La soberanía del pueblo es ilimitada en cuanto respecta al derecho del hombre: —Primer principio.

La soberanía del pueblo es absoluta en cuanto tiene por norma la razón: —Segundo principio.

La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad, es ciega, caprichosa, irracional: la voluntad quiere; la razón examina, pesa y se decide.

De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social.

La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional.

La democracia, pues, no el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón.

La soberanía es el acto más grande y solemne de la razón de un pueblo libre. ¿Cómo podrán concurrir a este acto los que no conocen su importancia? ¿Los que por su falta de luces son incapaces de discernir el bien del mal en materia de negocios públicos? ¿Los que, como ignorantes que son de lo que podría convenir, no tienen opinión propia, y están por consiguiente expuestos a ceder a las sugestiones de los mal intencionados? ¿Los que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la patria y la existencia de la sociedad? ¿Cómo podrá, digo, ver el ciego, caminar el tullido, articular el mudo, es decir, concurrir a los actos soberanos el que no tiene capacidad ni independencia?

Otra condición del ejercicio de la soberanía es la industria. El holgazán, el vagabundo, el que no tiene oficio tampoco puede hacer parte del soberano; porque, no estando ligado por interés alguno a la sociedad, dará fácilmente su voto por oro o amenazas.

Aquel cuyo bienestar depende de la voluntad de otro, y no goza de independencia personal, menos podrá entrar al goce de la soberanía; porque difícilmente sacrificará su interés a la independencia de su razón.

El tutelaje del ignorante, del vagabundo, del que no goza de independencia personal, es por consiguiente necesario. La ley no les veda ejercer por sí derechos soberanos, sino mientras permanezcan en minoridad: no los despoja de ellos, sino les impone una condición para poseerlos—la condición de emanciparse.

Pero el pueblo, las masas, no tienen siempre en sus manos los medios de conseguir su emancipación. La sociedad o el gobierno que la representa debe ponerlos a su alcance.

El fomentará la industria, destruirá las leyes fiscales que traban su desarrollo, no la sobrecargará de impuestos, y dejará que ejerza libre y soberanamente su actividad.

El esparcirá la luz de todos los ámbitos de la sociedad, y tenderá su mano benéfica a los pobres y desvalidos. El procurará elevar a la clase proletaria al nivel de las otras clases, emancipando primero su cuerpo, con el fin de emancipar después su razón.

Para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la soberanía, es preciso educarlas. Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que racionales; quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser libres, y no conocen la senda de la libertad.

La educación de las masas debe ser sistemada.

La religión, moralizándolas, fecundará en su corazón los gérmenes de las buenas costumbres.

La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir mayores luces, y de llegar un día a penetrarse de los derechos y deberes que les impone la ciudadanía.

Las masas ignorantes, sin embargo, aunque privadas temporariamente del ejercicio de los derechos de la soberanía o de la libertad política, están en pleno goce de su libertad individual: como los de todos los miembros de la asociación, sus derechos naturales son inviolables: la libertad civil también como a todos las escuda: la misma ley civil, penal y constitucional, dictadas por el soberano, protege su vida, su propiedad, su conciencia y su libertad; las llama a juicio cuando delinquen, las condena o las absuelve.

Ellas no pueden asistir a la confección de la ley que formula los derechos y deberes de los miembros asociados, mientras permanezcan en tutela y minoridad; pero esa misma ley les da medios de emanciparse, y las tiene entretanto bajo su protección y salvaguardia.

La democracia camina al nivelamiento de las condiciones, a la igualdad de clases.

La igualdad de clases envuelve la libertad individual, la libertad civil y la libertad política. Cuando todos los miembros de la asociación estén en posesión plena y absoluta de estas libertades y ejerzan de mancomún la soberanía, la democracia se habrá definitivamente constituido sobre la base incontrastable de la igualdad de clases: —Tercer principio.

Hemos desentrañado el espíritu de la democracia, y trazado los límites de la soberanía del pueblo. Pasemos a indagar cómo obra el soberano, o en otros términos, qué forma aparente, visible, imprime a sus decisiones: cómo organiza el gobierno de la democracia.

El soberano para la confección de la ley delega sus poderes, reservándose la sanción de ella.

El delegado representa los intereses y la razón del soberano.

El legislador ejerce una soberanía limitada y temporaria; su norma es la razón.

El legislador dicta la ley orgánica, y formula en ella los derechos y deberes del ciudadano y las condiciones del pacto de asociación.

Divide la potestad social en tres grandes poderes, a quienes traza sus límites y atribuciones, los cuales constituyen la unidad simbólica de la soberanía democrática.

El legislativo representa la razón del pueblo, el judicial su justicia, el ejecutivo su acción o voluntad: el primero labra la ley, el segundo la aplica, el tercero la ejecuta: aquel vota las erogaciones e impuestos y es órgano inmediato de los deseos y necesidades del pueblo; este es órgano de la justicia social, manifestada en las leyes; el último, administrador y gestor infatigable de los intereses sociales.

Estos tres poderes son a la verdad independientes; pero, lejos de aislarse y condenarse a la inmovilidad, oponiéndose resistencias mutuas, para mantener cierto quimérico equilibrio, se encaminarán armónicos, por distintas vías, a un fin único —el progreso social. —Su fuerza será la resultante de las tres fuerzas reunidas, sus voluntades se reasumirán en una voluntad; y así como la razón, el sentimiento y la voluntad constituyen la unidad moral del individuo, los tres poderes formarán la unidad generatriz de la democracia, o el órgano legítimo de la soberanía, destinado a fallar sin apelación sobre todas las cuestiones que interesen a la Asociación.

Las condiciones del pacto están escritas; la piedra angular del edificio social, puesta; el gobierno organizado y animado por el espíritu de la ley fundamental. El legislador la presenta al pueblo: el pueblo la aprueba, si ella es el símbolo vivo de su razón.

La obra del legislador constituyente está concluida.

Si la ley orgánica no es la expresión de la razón pública proclamada por sus legítimos representantes; si estos no han hablado en esa ley de los intereses y opiniones de sus poderdantes; si no han procurado interpretar su pensamiento; o en otros términos, si los legisladores, desconociendo su misión y las exigencias vitales del pueblo que representan, se han puesto como miserables plagiarios a copiar de aquí y de allí artículos de constituciones de otros países, en lugar de hacer una que tenga raíces vivas en la conciencia popular, su obra será un monstruo abortado, un cuerpo sin vida, una ley efímera y sin acción, que jamás podrá sancionar el criterio público.

El legislador habrá traicionado la confianza de su poderdante, el legislador será un imbécil.

Si al contrario la obra del legislador satisface plenamente la razón pública, su obra es grande, su creación sublime y semejante a la de Dios.

Entonces ni el pueblo, ni el legislador, ni ninguna potestad social, podrá llevar su mano sacrílega a ese santuario, donde está trazada con letras divinas la ley suprema e inviolable; la ley de las leyes, que todos y cada uno ha reconocido, proclamado y jurado ante Dios y los hombres respetar.

La soberanía, por decirlo así, se ha encarnado en esa ley: allí está la razón y el consentimiento del pueblo; allí está el orden, la justicia y la libertad; allí está la salvaguardia de la democracia.

Podrá esta ley ser revisada, mejorada con el tiempo y ajustada a los progresos de la razón pública, por una asamblea elegida ad hoc por el soberano; pero entre tanto no llega esa época que ella misma señala; su poder es omnipotente; su voluntad domina todas las voluntades; su razón se sobrepone a todas las razones.

Ninguna mayoría, ningún partido, ninguna asamblea podrá atentar a ella, so pena de ser usurpadora y tiránica.

Esa ley sirve de piedra de toque a todas las otras leyes; su luz las ilumina, y todos los pensamientos y acciones del cuerpo social y de los poderes constituidos, nacen de ella y vienen a converger a su centro. Ella es la fuerza motriz que da impulso, y en torno de la cual gravitan, como los astros en torno del sol, todas las fuerzas parciales que componen el mundo de la Democracia.

Constituida así la democracia, la soberanía del pueblo parte de ese punto, y empieza a ejercer su acción incesante e ilimitada; pero girando siempre en la órbita que la ley orgánica le traza; su derecho no va más allá.

Ella por medio de sus representantes, hace y deshace leyes, innova cada día, lleva su actividad por todas partes, e imprime un movimiento incesante, una transformación progresiva a la máquina social.

Cada acto de su voluntad es una nueva creación; cada decisión de su razón, un progreso.

Política, religión, filosofía, arte, industria; todo lo examina, lo elabora, lo sujeta a su voto supremo y lo sanciona: —la voz del pueblo es la voz de Dios.

De lo dicho deduciremos, que si el pueblo no tiene luces ni moralidad; que si los gérmenes de una constitución no están, por decirlo así, diseminados en sus costumbres, en sus sentimientos, en sus recuerdos, en sus tradiciones, la obra de organizarlos es irrealizable; que el legislador no es llamado a crear una ley orgánica, o aclimatar en el suyo las de otros países, sino a conocer los instintos, necesidades, intereses, todo lo que forma la vida intelectual, moral y física del pueblo que representa, y a proclamarlos y formularlos en una ley; y que sólo pueden y deben ser legisladores aquellos que reúnan a la más alta capacidad y acrisolada virtud, el conocimiento más completo del espíritu y exigencias de la nación.

De aquí nace también, que si el legislador tiene conciencia de su deber, antes de indagar cuál forma gubernativa sería preferible, debe averiguar si el pueblo se halla en estado de regirse por una constitución; y dado este caso, ofrecerle, no la mejor y más perfecta en teoría, sino aquella que se adapte a su condición.

He dado a los atenienses, decía Solon, no las mejores leyes, sino las que se hallan en estado de recibir.

De aquí se infiere, que cuando la razón pública no está sazonada, el legislador constituyente no tiene misión alguna, y no pudiendo llevar conciencia de su dignidad, ni de la importancia del papel que representa, figura en una farsa que él mismo no entiende, y dicta o copia leyes con el mismo desembarazo que haría escritos en su bufete, o reglaría las cuentas de su negocio.

De aquí, en suma, deduciremos la necesidad de preparar al legislador, antes de encomendarle la obra de una constitución.

El legislador no podrá estar preparado si el pueblo no lo está. ¿Cómo logrará el legislador obrar el bien, si el pueblo lo desconoce?, ¿si no aprecia las ventajas de la libertad?, ¿si prefiere la inercia a la actividad?, ¿sus hábitos, a la innovaciones?, ¿lo que conoce y palpa, a lo que no conoce y mira remoto?

Es indispensable por lo mismo para preparar al pueblo y al legislador, elaborar primero la materia de la ley, es decir, difundir las ideas que deberán encarnarse en los legisladores y realizarse en las leyes, hacerlas circular, vulgarizarlas, incorporarlas al espíritu público.

Es preciso, en una palabra, ilustrar la razón del pueblo y del legislador sobre las cuestiones políticas, antes de entrar a constituir la nación.

Sólo con esta condición lograremos lo que deseamos todos ahincadamente, que aparezca el legislador futuro, o una representación nacional capaz de comprender y remediar los males que sufre la sociedad, de satisfacer sus votos, y de echar el fundamento de un orden social incontrastable y permanente.

Mientras el espíritu público no haya adquirido la madurez necesaria, las constituciones no harán más que dar pábulo a la anarquía, y fomentar en los ánimos el menosprecio de toda ley, de toda justicia y de los principios más sagrados.

Siendo la democracia el gobierno del pueblo por sí mismo, exige la acción constante de todas las facultades del hombre, y no podrá cimentarse sino con el auxilio de las luces y de la moralidad.

Ella, partiendo del principio de la igualdad de clases, procura que se arraigue en las ideas, costumbres y sentimientos del pueblo, y elabora sus leyes e instituciones de modo que tiendan a extender y afianzar su predominio.

A llenar las miras de la democracia, deben dirigirse todos los esfuerzos de nuestros gobiernos y de nuestros legisladores.

La Asociación de la joven generación Argentina cree, que la democracia existe en germen en nuestra sociedad; su misión es predicarla, difundir su espíritu y consagrar la acción de sus facultades a fin de que un día llegue a constituirse en la República.

Ella no ignora cuantos obstáculos le opondrán, ciertos resabios aristocráticos, ciertas tradiciones retrógradas, las leyes, la falta de luces y de moralidad.

Ella sabe que la obra de organizar la democracia no es de un día; que las constituciones no se improvisan; que la libertad no se funda sino sobre el cimiento de las luces y las costumbres; que una sociedad no se ilustra y moraliza de un golpe; que la razón de un pueblo que aspira a ser libre, no se sazona sino con el tiempo: pero, teniendo fe en el porvenir, y creyendo que las altas miras de la revolución no fueron solamente derribar el orden social antiguo, sino también reedificar otro nuevo, trabajará con todo el lleno de sus facultades a fin de que las generaciones venideras, recogiendo el fruto de su labor, tengan en sus manos mayores elementos que nosotros para organizar y constituir la sociedad argentina sobre la base incontrastable de la igualdad y la libertad democrática.