IV 6. DIOS, CENTRO Y PERIFERIA DE NUESTRA CREENCIA RELIGIOSA; EL CRISTIANISMO. SU LEY

  

La religión natural es aquel instinto imperioso que lleva al hombre a tributar homenaje a su Creador.

Las relaciones del hombre con Dios son como las de hijo a padre, de una naturaleza moral. Siendo Dios la fuente pura de nuestra vida y facultades, de nuestras esperanzas y alegrías, nosotros en cambio de estos bienes le presentamos la única ofrenda que pudiera apetecer, el tributo de nuestro corazón.

Pero la religión natural no ha bastado al hombre, porque careciendo de certidumbre, de vida y de sanción, no satisfacía las necesidades de su conciencia; y ha sido necesario que las religiones positivas que apoyan su autoridad sobre hechos históricos, viniesen a proclamar las leyes que deben regir esas relaciones íntimas entre el hombre y su Creador.

La mejor de las religiones positivas es el cristianismo, porque no es otra cosa que la revelación de los instintos morales de la humanidad.

El Evangelio es la ley de Dios, porque es la ley moral de la conciencia y de la razón.

El cristianismo trajo al mundo la fraternidad, la igualdad y la libertad, y rehabilitando al género humano en sus derechos, lo redimió. El cristianismo es esencialmente civilizador y progresivo.

El mundo estaba sumergido en las tinieblas, y el verbo de Cristo lo iluminó, y del caos brotó un mundo. La humanidad era un cadáver, y recibió con su soplo la vida y la resurrección.

El Evangelio es la ley de amor, y como dice el Apóstol Santiago, la ley perfecta, que es la ley de la libertad. El cristianismo debe ser la religión de las democracias.

Examinadlo todo y escoged lo bueno, dice el Evangelio; y así ha proclamado la independencia de la razón y la libertad de conciencia —porque la libertad consiste principalmente en el derecho de examen y de elección.

Toda religión presupone un culto. El culto es la parte visible o la manifestación exterior de la religión, como la palabra es un elemento necesario del pensamiento.

La religión es un pacto tácito entre Dios y la conciencia humana; —ella forma el vínculo espiritual que une a la criatura con su Hacedor. El hombre deberá por consiguiente encaminar su pensamiento a Dios del modo que lo juzgue más conveniente. Dios es el único juez de los actos de su conciencia, y ninguna autoridad terrestre debe usurpar esa prerrogativa divina, ni podrá hacerlo aunque quiera, porque la conciencia es libre.

Reprimida la libertad de conciencia, la voz y las manos ejercerán si se quiere automáticamente, las prácticas de un culto; pero el corazón renegará dentro de sí mismo, y guardará en su santuario inviolable la libertad.

Si la libertad de conciencia es un derecho del individuo, la libertad de cultos es un derecho de las comunidades religiosas.

Reconocida la libertad de conciencia, sería contradictorio no reconocer también la libertad de cultos, la cual no es otra cosa que la aplicación inmediata de aquella.

La profesión de las creencias y los cultos sólo serán libres, cuando no se ponga obstáculo alguno a la predicación de la doctrina de las primeras, ni a la práctica de los segundos, y cuando los individuos de cualquier comunión religiosa sean iguales en derechos civiles y políticos a los demás ciudadanos.

La sociedad religiosa es independiente de la sociedad civil: aquella encamina sus esperanzas a otro mundo, ésta las concentra en la tierra: la misión de la primera es espiritual, la de la segunda temporal. Los tiranos han fraguado de la religión cadenas para el hombre, y de aquí ha nacido la impura liga de poder y el altar.

No incumbe al gobierno reglamentar las creencias, interponiéndose entre Dios y la conciencia humana, sino escudar los principios conservadores de la sociedad, y tener bajo su salvaguardia la moral social.

Si alguna religión o culto tendiesen pública o directamente, por actos o por escritos, a herir la moral social y alterar el orden, será del deber del gobierno obrar activamente para reprimir sus desafueros.

La jurisdicción del gobierno en cuanto a los cultos, deberá ceñirse a velar para que no se dañen entre sí, ni siembren el desorden en la sociedad.

El Estado, como cuerpo político, no puede tener una religión, porque no siendo persona individual, carece de conciencia propia.

El dogma de la religión dominante es además injusto y atentatorio a la igualdad, porque pronuncia excomunión social contra los que no profesan su creencia, y los priva de sus derechos naturales, sin eximirlos de las cargas sociales.

El principio de la libertad de conciencia jamás podrá conciliarse con el dogma de la religión del Estado.

Reconocida la libertad de conciencia, ninguna religión debe declararse dominante, ni patrocinarse por el Estado: todas igualmente deberán ser respetadas y protegidas, mientras su moral sea pura, y su culto no atente al orden social.

La palabra tolerancia, en materia de religión y de cultos, no anuncia sino la ausencia de libertad, y envuelve una injuria contra los derechos de la humanidad. Se tolera lo inhibido, o lo malo; un derecho se reconoce y se proclama. El espíritu humano es una esencia libre; la libertad es un elemento indestructible de su naturaleza, y un don de Dios.

El Sacerdote es ministro del culto: el sacerdocio es un cargo público. La misión del sacerdote es moralizar, predicar fraternidad, caridad, es decir la ley de paz y de amor —la ley de Dios.

El sacerdote que atiza pasiones y provoca venganzas desde la cátedra del Espíritu-Santo, es impío y sacrílego.

Amad a vuestros prójimos como a vosotros mismos: amad a vuestros enemigos, dice Cristo: —he aquí la palabra del Sacerdote.

El sacerdote debe predicar tolerancia, no persecución contra la indiferencia o la impiedad. La fuerza hace hipócritas, no creyentes, y enciende el fanatismo y la guerra.

"¿Cómo tendrán fe en la palabra del sacerdote si él mismo no observa la ley? El que dice que conoce a Dios y no guarda sus mandamientos es mentiroso, y no hay verdad en él".

"Nosotros no exigimos obediencia ciega, dice San Pablo, nosotros enseñamos, probamos, persuadimos. Fides suadenda non imperanda, repite San Bernardo".

La misión del Sacerdote es exclusivamente espiritual, porque mezclándose a las pasiones e intereses mundanos, compromete y mancha la santidad de su ministerio, y se acarrea menosprecio y odio en lugar de amor y veneración.

Los vicarios y ministros de Cristo no deben ejercer empleo ni revestir autoridad alguna temporal: —Regnum meum non est de hoc mundo, les ha dicho su divino maestro, y así les ha señalado los límites del gobierno de su Iglesia.

Los eclesiásticos, como miembros del Estado, están bajo su jurisdicción, y no pueden formar un cuerpo privilegiado y distinto en la sociedad. Como los demás ciudadanos estarán sujetos a las mismas cargas y obligaciones, a las mismas leyes civiles y penales, y a las mismas autoridades. —Todos los hombres son iguales; sólo el mérito y la virtud engendran supremacía.