Encarnación Ezcurra

Esposa de Juan Manuel de Rosas fue una hábil operadora política con intervención decisiva en la llamada Revolución de los restauradores en 1833, que dio por tierra con el gobierno de Balcarce y preparo el ascenso de Rosas al poder. Gozaba de enorme popularidad entre el pueblo, al que protegía y halagaba, falleció en Buenos Aires el 20 de octubre de 1838, y su sepelio dio lugar a grandes demostraciones de duelo por la desaparición de quien recibiera el mote de Heroína de la Santa Federación.
Encarnación  Ezcurra
Encarnación Ezcurra

Primeros años

María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795, siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora Arguibel, que era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de Encarnación, Domingo de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun, Pamplona Navarra, España.

En los primeros años de su vida, Juan Manuel de Rosas vivía en la campaña y cada tanto solía frecuentar Buenos Aires, urbe a la que no le tuvo mucha estima por ese entonces. El bullicio verbal, el clima revolucionario posterior a Mayo de 1810 y las intrigas que se palpitaban en la ciudad portuaria le mortificaban. De todas maneras, allí conocerá a Encarnación Ezcurra, su futura cónyuge. Pero Agustina López de Osornio, la madre de Rosas, se opuso de entrada a este noviazgo de su hijo. Cuando Juan Manuel y Encarnación ya habían decidido contraer nupcias, Agustina López de Osornio, pretextando la poca edad de ambos, rehusó consentir el casamiento, sin embargo, poco pudo hacer contra la astucia de los jóvenes novios. Encarnación Ezcurra, por instigación de Juan Manuel, le escribe una carta a éste, donde le manda decir que estaba embarazada y que por tal motivo debían casarse. La carta engañosa fue dejada por Rosas en un lugar visible de la casa de su madre, a la espera de que ésta la leyera. Cuando Agustina López de Osornio encuentra y lee la carta, se dirige con desesperación a la casa de Teodora Arguibel, la madre de Encarnación Ezcurra, para darle la novedad. Las dos señoras resolvieron allí mismo que, ante el bochorno que una situación semejante pudiera ocasionar en los círculos sociales, apuraran el casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas.

En efecto, Ezcurra contrajo matrimonio con el futuro Restaurador de las Leyes el martes 16 de marzo de 1813, en una ceremonia dirigida por el presbítero José María Terrero. Estaban como testigos don León Ortiz de Rozas (padre de Rosas) y doña Teodora Arguibel. Un dato curioso refiere que el mismo día que Encarnación Ezcurra se casaba con Rosas, por las calles de Buenos Aires corrían las noticias del triunfo de las armas argentinas en la batalla de Salta.

Fue fervorosa colaboradora de su marido, por quien sentía devoción. Actuó en circunstancias difíciles, haciéndose imprescindible para manejar asuntos de gobierno y también comerciales.

Vida familiar

Los primeros tiempos de la pareja no fueron de prosperidad económica. Rosas entregó a sus padres la estancia “El Rincón de López”, la cual administraba en el partido de Magdalena. Quería trabajar por su cuenta como hacendado, sin tener que pedir favores a nadie. En una correspondencia mandada desde el exilio inglés a su amiga Josefa Gómez, Rosas dirá que “[estaba] sin más capital que mi crédito e industria; Encarnación estaba en el mismo caso; nada tenía, ni de sus padres, ni recibió jamás herencia alguna”.

Encarnación y Juan Manuel tuvieron 3 hijos: María de la Encarnación, nacida el 26 de marzo de 1816, y que apenas sobrevivió un día; Manuela Robustiana, que nació el 24 de mayo de 1817, y Juan Bautista Pedro, nacido el 30 de junio de 1814.

Ella acompañará a su esposo en todos los emprendimientos que tuvo, sea como administrador de Los Cerrillos o como de la estancia San Martín. Y, desde luego, también en las vicisitudes de la política, siendo Encarnación una devota entusiasta del fervor federal que abrazó Juan Manuel de Rosas a lo largo de su vida.

En cuanto a la conducta reportada por Encarnación Ezcurra en su rol de mujer casada, hay quienes advierten que se trató de una esposa que veía a su amado en las raras ocasiones en que éste se instalaba en Buenos Aires o cuando los dos pasaban algunas temporadas en el campo. La soledad, al contrario de lo que muchos podrían suponer, cimentó en ella una mayor admiración por Juan Manuel de Rosas. Las idas y venidas de la ciudad al campo, robustecieron en ella su adaptación a las condiciones de vida semisalvaje de la campaña.

Ezcurra era de carácter severo cuando las circunstancias así lo imponían, aunque no pocos la retrataron como una mujer que carecía de ternura. En el seno de la familia Rosas, la parte dulce correspondía a Manuelita Robustiana, la hija predilecta del Restaurador de las Leyes, la misma que con el tiempo será proclamada “Princesa de la Federación”.

La alta sociedad porteña no le perdonaba a Encarnación Ezcurra el trato cordial que mantenía con pardos, mulatos, gauchos, indios, comisarios y soldados, todos ellos considerados entonces como representantes de las capas sociales más bajas. Es que tampoco lo entendían. Aparte de granjearse amistades tan grotescas para la época, pues, recordemos, su familia era de las más pudientes de Buenos Aires, doña Encarnación sabía que al ganarse el cariño de los estamentos más populares, esto le acarrearía a Rosas un caudal muy grande de seguidores, votantes y soldados para sus campañas, y también espías y matones para las arduas campañas políticas de los federales.

En este sentido, es notable una carta que Rosas le manda a Encarnación, mientras hacía la Campaña al Desierto, en noviembre de 1833, donde le dice: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus voluntades. No cortes, pues, sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo sin que te duela gastar en eso. Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a las que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias. A los amigos fieles que te hayan servido déjalos que jueguen al billar en casa y obséquialos con lo que puedas”.

Revolución de los Restauradores

Tanta firmeza y decisión la ubicó, entre 1833 y 1834, como operadora política de excelencia cuando todo parecía indicar el debilitamiento de la influencia de Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires.

Antes de hablar sobre la Revolución de los Restauradores, es menester retrotraernos a la alternancia de administraciones unitarias y federales que se dieron en Buenos Aires desde 1827 y hasta 1832. Caído el presidente Bernardino Rivadavia en julio de 1827 tras intentar, sin éxito, la aplicación de una constitución de neto corte unitario que recibió las quejas naturales de los caudillos federales del interior, y donde, además, había cedido la soberanía de la Banda Oriental al Imperio del Brasil, al cual nuestras fuerzas venían derrotando en la guerra desde 1825, le sucede un breve interregno de Vicente López y Planes. El Congreso Nacional se disuelve y la provincia de Buenos Aires recupera su autonomía, y entonces es elegido como gobernador bonaerense el coronel Manuel Dorrego, de tendencia federal.

Dorrego celebró diversos tratados con las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba con el fin de organizar la nación. Sin embargo, los antiguos funcionarios y simpatizantes unitarios de Rivadavia intentaron desestabilizar al gobierno federal que ahora estaba en el poder. Una logia compuesta por, entre otros, José Valentín Gómez, Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, Carlos de Alvear y Julián Segundo Agüero, aprovecha el regreso de las tropas argentinas de la campaña del Brasil para armar una revuelta militar contra Dorrego. El general unitario Juan Lavalle fue elegido como jefe de esta empresa ilegal. Así, con total impunidad, el 13 de diciembre de 1828 es fusilado Manuel Dorrego en Navarro por orden de Lavalle, quien accede a la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

Sin embargo, el partido unitario era antipopular en la campaña, por eso durante la primera mitad del año 1829 se llevará a cabo un operativo tendiente a eliminar a los federales que apoyaban a Juan Manuel de Rosas, quien en la administración de Dorrego llegó a ser Comandante General de Campaña. Sucesivas derrotas militares de los unitarios hicieron que Lavalle fugue hacia Montevideo, Uruguay, mientras que en Buenos Aires se conformaba un gobierno provisional en cuya cabeza se ubicó a Juan José Viamonte. Finalmente, el 6 de diciembre de 1829 asume Juan Manuel de Rosas como gobernador de la provincia de Buenos Aires.

La primera administración rosista se extenderá hasta el 17 de diciembre de 1832, fecha en la que renuncia porque la legislatura no le quiso otorgar facultades extraordinarias. Rosas siempre creyó indispensable gobernar con plenos poderes, más aún en el estado de anarquía constante que se vivía por aquellos años de breves e inestables administraciones públicas. Pero el Restaurador de las Leyes, además, hacía tiempo que quería emprender una campaña por los desiertos del sur para luchar contra las tribus aborígenes que saqueaban los campos y pueblos fronterizos nacionales.

Le sucedió a Rosas un gobernador llamado Juan Ramón González Balcarce, federal tibio que muy pronto se dejó dominar por los enemigos de su antecesor, si bien el nuevo gobierno tenía un gabinete compuesto por federales netos o apostólicos (seguidores de Rosas) y federales cismáticos (federales liberales que recibían influencias de los unitarios emigrados). Como había que elegir nuevos diputados, el 28 de abril de 1833 se realizan elecciones fraudulentas en las que vencen los federales cismáticos. Por todo ello, los seguidores de Rosas, que ya había iniciado la Campaña al Desierto, protestan y los pocos que habían ganado una banca, renuncian a las mismas. El 20 de mayo de ese mismo año, se legaliza el triunfo irregular de los cismáticos. Y el 16 de junio vuelven a haber elecciones complementarias para cubrir las vacantes de los diputados rosistas renunciantes. Aquí empieza a jugar un rol fundamental Encarnación Ezcurra.

En las calles de Buenos Aires hay atentados todos los días, lo mismo que asesinatos. Se oyen gritos, amenazas y peleas con armas que parecen no tener fin. El gobernador González Balcarce decide entonces expulsar o dejar cesantes a todos aquellos federales considerados partidarios de Rosas. Tampoco les mandan partidas de dinero a los soldados que fueron con Rosas a luchar contra el salvaje, ni raciones de alimentos para los boroganos y los pampas de Azul, Tapalqué y Tandil, que eran tribus amigas de don Juan Manuel.

Mientras tanto, el Restaurador de las Leyes se entera de todos estos acontecimientos en el sur, por lo que decide encarar una estrategia para no perder influencia en el poder y para que no disminuya su prestigio popular. Promediando agosto de 1833, Encarnación Ezcurra es elegida por su esposo como operadora política de él en Buenos Aires, mientras que el general Facundo Quiroga lo será en el interior del país.

En carta del 1° de septiembre de 1833, Encarnación le escribe a Rosas: “Tus amigos, la mayoría de casaca [cismáticos o lomos negros], a quienes oigo y gradúo según lo que valen, tienen miedo”. Y en otra del 14 de septiembre, le dice: “Las masas están cada día más dispuestas y, lo estarán mejor, si tu círculo no fuese tan callado, pues hay quien tiene más miedo que vergüenza”. Esa era la decisión y el coraje en la hora suprema de la anarquía que demostraba doña Encarnación Ezcurra.

Ella, en su rol de operadora política rosista, manejará y movilizará a las capas populares y a los viejos colaboradores de Juan Manuel de Rosas en el alzamiento del 11 de octubre de 1833, más conocido como la Revolución de los Restauradores. Se dice que su hogar, en ese tiempo, parecía un comité por la cantidad de gente que lo frecuentaba. Desde los generales Ángel Pacheco y Agustín de Pinedo, pasando por los comisarios Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra, y comandantes y milicianos de escuadrones procedentes de Lobos, Monte, Cañuelas y Matanza.

Juan Ramón González Balcarce, totalmente debilitado por esta acción de los Restauradores o federales apostólicos, presenta la renuncia el 4 de noviembre de 1833. Unas semanas antes, el 17 de octubre, la “Heroína de la Federación” (Encarnación Ezcurra) le manda decir a Justo Villegas, jefe de los escuadrones de Lobos y Monte, que “todo va bien. Estos hombres malvados, en medio de su despecho, temen. La pronunciación del pueblo es unísona. Toda la población detesta a su opresor y no piensa sino irse a incorporar a los restauradores”.

Gobierno de Viamonte y alianzas extranjeras

En noviembre de 1833 asume el gobierno de la provincia de Buenos Aires Juan José Viamonte.  Atenta como siempre, Encarnación Ezcurra presiente que aquí también se está en presencia de un hombre que favorece los designios del bando unitario exiliado en Montevideo. Un documento excepcional, que bien refleja su participación activa en los meses de ausencia de Rosas en Buenos Aires, es la carta que le hace llegar con fecha 4 de diciembre de 1833, donde describe puntillosa y magistralmente a cada uno de los federales de casaca (cismáticos) que se ubicaron alrededor del nuevo gobernador.

En dicha misiva le avisa a su esposo que Manuel José García, antiguo funcionario de Rivadavia y hasta entonces supuesto federal apostólico, era el padrino de los federales cismáticos o lomos negros. Que Luis Dorrego (el hermano del ex gobernador Manuel Dorrego) era cismático puro, y que su hermano Prudencio Ortiz de Rozas andaba frecuentando al gobernador Viamonte.

El clima tenso volvía a reaparecer sobre Buenos Aires en los últimos meses de 1833 y los primeros de 1834. Además, hay alianzas oscuras entre unitarios salvajes y gobiernos extranjeros que salen a la luz. Por ejemplo, el mariscal Andrés Santa Cruz, presidente de la Confederación Perú-Boliviana, andaba fogoneando la separación de Salta y Jujuy con la intención de anexarse a esta última a su país. Esta mutilación de nuestro territorio estaba siendo fomentada por los unitarios locales. Recuérdese que el gran aliado de Rosas, Juan Facundo Quiroga, muere asesinado en febrero de 1835 mientras se dirigía al norte del país en misión de paz, al darse a conocer una suerte de guerra civil desencadenada entre jujeños, salteños y tucumanos producto de aquella misma situación.

En el mismo sentido, se supo que desde enero de 1834 empezaron a haber maquinaciones europeas en conferencias de alto nivel, las cuales contaron con la asistencia del unitario Bernardino Rivadavia, una en París y otra en Madrid. Allí se hablaba de colocar un rey en Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia. Rivadavia estaba tras de estos fines desde 1830. No por nada, a principios de 1834 se anunciaba la llegada a Buenos Aires de Rivadavia.

Este plan era una carta que jugaban los unitarios para eliminar al partido federal de escena. Manuel Moreno, hermano del revolucionario Mariano y funcionario argentino en Londres, revela al gobierno de Viamonte los contactos oficiales habidos en Europa por medio del coordinador Bernardino Rivadavia. Manuel Moreno advierte que el plan comenzaría por ganarse la voluntad del caudillo federal Estanislao López (gobernador de Santa Fe) para que se tire contra Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga. A su vez, se liberaría la navegación del Río Uruguay, y luego, una vez utilizados sus servicios, se asesinarían a López y, de no haberse hecho antes, a Rosas y Quiroga.

Rivadavia desembarca en Buenos Aires el 28 de abril de 1834, pero el gobernador Juan José Viamonte lo expulsa del país. El pueblo de la campaña lo repudiaba porque fue uno de los mentores del fusilamiento de Manuel Dorrego por Lavalle (diciembre de 1828).

Sociedad Popular Restauradora

Ella tiene un aceitado sistema de espionaje e inteligencia en la ciudad portuaria, y está al tanto de todo lo que va sucediendo. Manda informes periódicos a su esposo, quien está próximo a volver de la Campaña al Desierto, y él le indica los pasos a seguir.

La debilidad del gobierno de Viamonte es notoria, pues no se decide a enfrentar con decisión a los unitarios que complotaban contra la patria y que se hallaban en cordial alianza con los poderes extranacionales. El unitarismo creía, asimismo, que era posible destruir la figura de Rosas si aprovechaban la falta de gobiernos fuertes, la debilidad en que se encontraban las autoridades y la indecisión de los federales para tomar cartas en el asunto.

Juan Manuel de Rosas termina la campaña al desierto el 25 de marzo de 1834, pero retrasa su arribo a Buenos Aires. Entonces, Encarnación Ezcurra le escribe el 14 de mayo de 1834: “A tus amigos les digo que deben trabajar con energía, destruyendo todo lo que parezca manejos de la logia o entronizamiento de unitarios…pues el país se debe salvar a toda costa… Tu posición es terrible: si tomas injerencia en la política es malo; si no, sucumbe el país por las infinitas aspiraciones que hay, y los poquísimos capaces de dar dirección a la nave de gobierno”. Es probable que el tenor de esta exigencia haya sido la que promovió la creación de la Sociedad Popular Restauradora, cuya fuerza de choque era la Mazorca.

Para 1834, la entidad nombrada era una realidad. La Sociedad Popular Restauradora estaba integrada por apellidos del patriciado argentino: Unzué, Goyena, Sáenz Valiente, Iraola, Argerich, Santa Coloma, Quirno, Victorica, etc., etc. En cambio, la Mazorca se componía de bolicheros, matanceros y quinteros, y tenían el propósito de ayudar al gobernador Viamonte en el cuidado del orden público.

Viamonte, no obstante, estaba agobiado por no poder frenar el accionar de la Sociedad Popular Restauradora y los mazorqueros. Incluso, llegó a juzgar que se estaba socavando y faltando el respeto a su autoridad. El 27 de junio de 1834 presenta la renuncia indeclinable. Lo sucede Manuel Vicente Maza; este gobernador bonaerense era un federal “de casaca” que tampoco pudo resolver la anarquía cada vez más acentuada en el país. El crimen del brigadier general Juan Facundo Quiroga, ocurrido el 16 de febrero de 1835, hizo que Maza renuncie a su cargo y le cediera el mando a Juan Manuel de Rosas, esta vez con el otorgamiento, mediante un plebiscito, de las facultades extraordinarias para gobernar de modo firme, decidido y viril.

Últimos tiempos de Encarnación Ezcurra

Poco se sabe de los últimos años de Encarnación Ezcurra. El retorno de su esposo al poder, acaso el objetivo anhelado desde finales de 1832, ya se había concretado, y ella se sabía merecedora de un respeto inexpugnable entre los federales netos. El renunciante Maza le escribe a Juan Manuel de Rosas: “Tu esposa es la heroína del siglo: disposición, valor, tesón y energía desplegadas en todos casos y en todas ocasiones; su ejemplo era bastante para electrizar y decidirse; mas si entonces tuvo una marcha expuesta, de hoy en adelante debe ser más circunspecta, esto es menos franca y familiar”. “A mi ver –sigue sugiriéndole Manuel Vicente Maza al Restaurador de las Leyes- sería conveniente que saliese de la ciudad por algún tiempo. Esto le traería los bienes de evadirse de compromisos, que si en unas circunstancias convenía cultivar, variadas éstas es mejor no perderlas, pero sí alejarlas”. A lo mejor era el momento adecuado para llamarse a silencio.

Solamente hay una pista firme que indica que desde noviembre de 1833 y hasta diciembre de 1834 Encarnación Ezcurra fue, al tiempo que, como expusimos, operadora política de Rosas, apoderada general de los bienes de Facundo Quiroga, dado que éste tenía por debilidad el juego y los naipes.

Apenas tres años después de la segunda llegada de Rosas a la gobernación de Buenos Aires, doña Encarnación Ezcurra el 20 de octubre de 1838 muere en forma imprevista, a la edad de 43 años, probablemente a consecuencia de un paro cardiorrespiratorio o algo similar.

Su cadáver fue encerrado en un lujoso ataúd, y conducido en larga procesión en la noche del 21 hasta la iglesia de San Francisco donde fue depositado. A su funeral asistieron diplomáticos de Gran Bretaña, Brasil, de la isla de Cerdeña y el encargado de negocios de los Estados Unidos. También estaban presentes todos los integrantes del Estado Mayor del Ejército de la Confederación Argentina, en el que figuraban los generales Guido, Agustín de Pinedo, Soler, Vidal, Benito Mariano Rolón y Lamadrid. El pueblo concurrió en un número no menor a las 25.000 personas.

Rosas mismo ordenó para la “Heroína de la Federación” funerales de capitán general. La Gaceta Mercantil del 29 de octubre de 1838 publicó, por este mismo motivo, que los ministros extranjeros izaron a media asta sus banderas. Las demás provincias argentinas hicieron análogas manifestaciones de duelo.

La Sociedad Popular Restauradora dispuso “cargar luto durante lo traiga nuestro ilustre Restaurador y conforme al que Él usa, que consiste en corbata negra, faja con moño negro en el brazo izquierdo, tres dedos de cinta negra en el sombrero, quedando en el mismo visible la divisa punzó”. Esta disposición perduró por durante 2 años más. En octubre de 1840, Juan Manuel de Rosas resolvió poner fin al duelo federal por su mujer.