Hacia la Organización Nacional

Cumplida la primera etapa del pronunciamiento del primero de mayo de 1851; fugitivo el dictador después de Caseros y la provincia de Buenos Aires regida por un gobierno legal, el hervidero pasional después de tantos años de ostracismo, por un lado, y de obediencia ciega, por otro, no era propicio para permanecer al margen y neutral.

El problemas de la Organización Nacional

Urquiza había apelado a la puesta en vigencia del pacto federal de enero de 1831, que fue una simulación en manos de Rosas; cuando Corrientes adhirió al convenio fue la Liga del litoral o tratado del Cuadrilátero. Los caudillos querían la organización nacional e insistían en ella, sobre bases federativas, y Urquiza se propuso aplicar el pacto integralmente para constituir la república sobre esos fundamentos legales.
El pacto de 1831 representaba una base firme del derecho federal naciente, por su origen legítimo, por las causas de las que nació, por la resistencia que supo ejercer el dictador a su aplicación hasta esterilizarlo, por la coherencia lograda para animarlo con nueva vitalidad y por la campaña militar hecha en su nombre para que fuese punto de partida de la organización del país.
Aceptado y vigorizado el tratado por los mismos medios previstos en él, era tanto como organizar la nación siguiendo las propias instituciones históricas, Urquiza había prometido cumplir el programa trazado mediante el acatamiento de normas de ley anteriores y no objetadas, sin interferir en la lucha de los partidos ni en la vida interna de las provincias. Por ese camino debía ser orientado el país, empleando la influencia legítima que le daban la condición de vencedor y la lógica de su conducta.
Aparte de ese camino, que tenía su punto de partida legal en normas no objetadas, le quedaba a Urquiza otro: el de convocar a un congreso federativo en nombre de la victoria, al que debían concurrir las provincias mediante sus representantes con el objeto de constituir la nación.
En ese congreso nadie habría puesto en tela de juicio su influencia decisiva, se habrían constituido los poderes nacionales provisionales como se hizo en San Nicolás, pero sin despertar recelos y discrepancias formales. ¿Qué provincia se habría podido negar a concurrir a un congreso constituyente federativo después de Caseros? 

Justo Jose de Urquiza

Justo Jose de Urquiza en un daguerrotipo de la época muestra al general vestido con poncho y gallera al día siguiente de su victoria sobre Rosas 

Ese había sido el anhelo del país, arrollado por los decenios de tiranía. El procedimiento del congreso federativo no habría podido ser objetado y observado, pues no usurpaba derecho alguno en ejercicio, ni hería ningún interés local, y además daba satisfacción a una aspiración tradicional en que coincidían tanto los unitarios como los federales.
Con cualquiera de esos dos procedimientos, el de la aplicación del tratado de enero de 1831 o el del congreso constituyente federativo, la personalidad de Urquiza se habría mantenido por encima de los prejuicios, de las sospechas y de las pasiones desatadas.
Urquiza se dejó llevar por el consejo de sus hombres de confianza, Juan Pujol, Santiago Derqui, Francisco Pico, Vicente López, José Luis de la Peña, pero ese consejo no fue el más acertado, aunque tampoco era de desestimar como primer paso.

Gobernadores

El 6 de abril reunió en Palermo a los representantes de las provincias signatarias del pacto de 1831, Virasoro, gobernador de Corrientes; Manuel Leiva, delegado del gobernador Domingo Crespo, de Santa Fe; Vicente López, gobernador de Buenos Aires, y allí se resolvió encargar a Urquiza de la dirección de las relaciones exteriores que habían estado a cargo del gobierno provisional de Buenos Aires, ese mismo día Urquiza nombro a  José Luis de la Peña como ministro de relaciones exteriores.

Reunión en Palermo

El 6 de abril reunió en Palermo a los representantes de las provincias signatarias del pacto de 1831, Virasoro, gobernador de Corrientes; Manuel Leiva, delegado del gobernador Domingo Crespo, de Santa Fe; Vicente López, gobernador de Buenos Aires, y allí se resolvió encargar a Urquiza de la dirección de las relaciones exteriores que habían estado a cargo del gobierno provisional de Buenos Aires. Se violaban de ese modo cláusulas del pacto federal, pues los convocados carecían de poderes suficientes para tomar esa decisión; el hecho fue interpretado así por los hombres de ley que orientaban la opinión en la capital. Aunque las provincias ratificaron luego la designación hecha, para la suspicacia de los descontentos quedó como levadura de agitación el incumplimiento de una promesa hecha en mayo de 1851, en el protocolo de Palermo, y la violación de una ley viva y preexistente. Por añadidura, los gobernadores de Buenos Aires y Santa Fe ejercían sus funciones por nombramiento provisional de Urquiza; Leiva era su secretario privado, y Virasoro, jefe de su estado mayor.

El mismo 6 de abril fue designado ministro de relaciones exteriores José Luis de la Peña, cesando por consiguiente en ese cargo en el gobierno provisional de Buenos Aires.

El recurso de que se valió Urquiza para asumir la representación de las provincias en lo relativo a las relaciones exteriores, evocó las exacciones de que se servía Rosas y en Buenos Aires fue interpretado como un indicio de la gestación de una nueva dictadura. Hoy se sabe que no entró ese propósito en ningún momento en la intención de Urquiza, que la rectitud de sus propósitos era real; pero se había ido caldeando el ánimo público y cualquier desliz externo bastaba para ver o imaginar peligros.

En la convención de Palermo se restablecía la comisión representativa de Santa Fe, pero no se cumplió esa decisión. Por el momento, el hecho no fue considerado como de trascendencia, pero en vista de la inquietud pública, avivada por los intereses de algunos sectores de opinión, tuvo consecuencias funestas. La proclama contra los unitarios, extemporánea e hiriente, de una agresividad innecesaria, el 21 de febrero, había suscitado justo desasosiego y había malogrado muchas esperanzas. Pero el restablecimiento de la Comisión representativa de Santa Fe, emanada del pacto de 1831, habría podido restar vigor a los argumentos que esgrimían los desconfiados y recelosos.