Causas y efectos

La caída de Yrigoyen, su derrocamiento, no fue un hecho intrascendente, pues en 1930 se inicia una nueva etapa política en la historia argentina, la de la intervención directa de las fuerzas armadas en la dirección política del país, en contraposición a la acción poco constructiva y aleatoria de los partidos políticos.

No sólo había declinado la autoridad y el prestigio del poder legislativo, del parlamento, sino que había declinado la significación y la dinámica de los partidos políticos por su inactualidad, su concentración en minúsculos pleitos de fracción y su complicación en escándalos y negociados.

La práctica de los métodos democráticos se había relajado y la lucha por el poder, por la obtención de la mayoría de los sufragios en las contiendas electorales, no era expresión de pureza en la consulta de la opinión del país. El fraude electoral fue denunciado antes de 1930 y fue calificado de patriótico después de ese año memorable. Y un escritor político, Dardo Cúneo, pudo decir que en esos años había mayor ejercicio de la democracia en la elección del capitán del equipo de fútbol entre los muchachos de las esquinas que en la elección de presidente de la República para seis años. Además se había iniciado una etapa de desarrollo industrial, que llevaba en su seno la transformación del país, que había sido ganadero, exportador e importador. Y en esos momentos, siguiendo a Dardo Cúneo, faltaron a la nación y a su pueblo, "los órganos políticos actualizados, modernos o modernizados, con realismo y eficacia suficientes para orientar los posibles desenvolvimientos económicos y sintetizarlos en segura evolución social y cultural.

Rodeado por entusiastas militantes nacionalistas, y confiando en el apo­yo del Ejército, el dictador Uriburu anunció una profunda reforma de las instituciones: condena la política y descarta la democracia, con la que nos embriagamos hablando a cada momento. Su propuesta fue rechaza­da de plano por los dirigentes políticos, y cosecha escaso apoyo entre sus camaradas.

Es decir, en uno de los momentos más tensos, el país carece de los instrumentos políticos de su lucha. La insuficiencia de los partidos no lo era solamente de orientaciones, sino, también, lo va siendo de estructuras. La estructura de los partidos no refleja la dinámica argentina... Los partidos permanecieron como petrificados en moldes deprimidos, fraccionándose a fuera de la realidad y querellándose sus fracciones entre sí, en nombre de causas perdidas. Cada uno de ellos intenta seguir viviendo a costa de su grande o pequeña historia, olvidando que la política se alimenta de actualidades, que es arte de prever —y de entender-- el futuro"..

Fueron aquellos, años de descreimiento, de nostalgia, de amarga decepción, de revisión de los errores del pasado, de adhesión a nuevas recetas salvadoras. La mención de unos cuantos libros de la época, de los más representativos, de los que quedan como jalones de un período histórico, confirman la crisis en sus irradiaciones intelectuales. Ricardo Güiraldes despide en Don Segundo Sombra a una Argentina pampeana que se extingue, una Argentina que no era ya la del gaucho rebelde e insumiso y la del peón conchavado en la estanca; Raúl Scalabrini Ortiz describe la vida porteña en El hombre que está solo y espera con vislumbres de futuro y de fe desde un clima de chatura, en el que descubre un mañana distinto; Ezequiel Martínez Estrada, en su Radiografía de la pampa, de un nihilismo sin salvación, sabe enumerar defectos, errores, desvíos, en un estilo magistral de escrutador, pero no apunta en ninguna de sus páginas hacia alguna ruta de superación; Leopoldo Lugones, en La grande Argentina, no es menos demoledor que Martínez Estrada en cuanto al ayer, al Estado liberal, a la creación de los hombres del 80, que dieron en 1910 una muestra deslumbrante de sus aciertos, y anuncia una nueva metodología política y social, distinta de lo que para él fueron las instituciones importadas, que quiere suplantar por sistemas nacionalistas más eficaces, de ordenamiento jerárquico, de disciplina, la hora de la espada, con atisbos y aciertos en esos mensajes honradamente sentidos. No hay rasgos de unidad en esos autores de primera fila, en esos representantes de la intelectualidad de aquella hora de crisis, y si en algo coinciden es en su alta calidad literaria para decir lo que sentían, lo que querían y lo que no querían.

Manuel Gálvez resume la agitada y compleja situación de 1930:

"Entre las causas del movimiento, algunas eran falsas y otras insuficientes. Ni la baja del peso, que posteriormente bajará mucho más; ni los incidentes sangrientos, que siempre los hubo y los habrá; ni los hurtos en la administración, muchos de los cuales resultarán falsos; ni las crisis económica, que existe en el mundo entero; ni el servilismo, mal crónico entre nosotros; ni los temores de una dictadura, absurdos tratándose de un presidente que se deja injuriar con increíble paciencia; ni su enfermedad, pues puede ser reemplazado por el vice; ni la incapacidad de los ministros; ni el aumento de la criminalidad, que será mayor durante el gobierno siguiente; ni aun la paralización administrativa, justifican un trastorno tan grande como es una revolución. No cabe duda de que fuertes intereses de diversa índole se han asociado para echar abajo el gobierno. La campaña de los diarios, que llaman "tirano" a Yrigoyen, es harto sospechosa. Las altas clases han visto una posibilidad de recuperar el poder, si bien los hombres de esas clases, así como numerosos políticos y gentes dedicadas a los negocios, simpatizan con el movimiento sinceramente, engañados por la propaganda de los diarios "sensacionalistas". El capitalismo extranjero apoya la revolución. Pero esta coalición de intereses no excluye las convicciones sinceras. Muchos millares de hombres quieren echar del poder a Yrigoyen por dos razones: porque a ellos les conviene y porque están absolutamente ciertos de que el país se halla al borde de la catástrofe."

Se recurrió libremente a todos los medios para desprestigiar al gobierno. El diario Crítica agrupó a los socialistas independientes, a los antipersonalistas, a los conservadores para conspirar a la luz del día; si hubo una conspiración de la que estaban enterados los comprometidos, los neutrales y los adversarios, fue aquélla.
En los primeros días de septiembre se imprimió en sus talleres un manifiesto con la firma de notorios yrigoyeni.,tas y se distribuyó ampliamente por los barrios de las gentes pudientes que no estaban todavía decididas a prestar su apoyo a la revolución; se pedía en el manifiesto la aplicación de medidas de fuerza contra los contubernistas y los regiminosos que agitaban la bandera revolucionaria; el pueblo radical debía pedir a su jefe que "le suelte las manos" para obrar contra la oposición; y debía reclamar el estado de sitio y la ley marcial, la deportación de los agitadores a Ushuaia y al extranjero; la clausura de los diarios venales y falaces; la expropiación de sus talleres, la deportación de sus directores y la interdicción de sus bienes; la clausura de los grandes clubs; el desafuero y el juicio sumario de los diputados de la oposición, etc.

 

El manifiesto, indudablemente, no fue obra de los radicales firmantes, y se señaló corno autores del mismo a Federico Cantoni y a un redactor de Crítica. Todos los medios eran buenos y legítimos para conseguir la caída del gobierno de Yrigoyen.
Ricardo Rojas, perseguido por el gobierno de Uriburu, que se había adherido al radicalismo poco antes de 1930, escribió en 1932: "El gran pecado del radicalismo, acaso, ha consistido no tanto en el desquicio administrativo, sino más bien en haber violentado la ley Sáenz Peña en Córdoba, Mendoza y San Juan; en haber anulado la colaboración del ministerio y el control del parlamento por un mal entendido sentimiento de solidaridad partidaria; en haber descuidado la selección de sus elegidos y en haber coaccionado a la oposición mediante ciertos instrumentos demagógicos. Todo esto significa un olvido del radicalismo histórico, de su dogma del sufragio libre, de su programa constitucional y de sus deberes democráticos. Acaso por ello el gobierno cayó sin lucha en 1930".
El recurso al fraude y a la violencia en las contiendas electorales fue denunciado por todos los sectores, no lamente por los vencidos en ellas; era un método de hondo arraigo nacional. Eduardo Laurencena, que fue gobernador de Entre Ríos, antipersonalista, respetado por los hombres del 6 de septiembre, dijo en el Senado el 2 de agosto de 1932 con referencia al fraude: "Todo ese proceso es un exponente típico de la política que pre¬domina en la dirección del país desde hace años, y cuya característica más saliente es la permanente contradicción entre las palabras y los hechos, entre las ideas confesadas y las practicadas. Fervorosos demócratas en las manifestaciones verbales, escarnecen a la democracia en la práctica; cuando se promete con más vehemencia la pureza del sufragio, es porque ya se tiene preparada la trampa, el fraude, y, si es necesario, la violencia; mientras se de¬clama el respeto religioso a las leyes, y especialmente a las leyes que se reconocen malas, porque el culto legalista impide violarlas, ya se está preparando la violación flagrante de las cláusulas fundamentales de la Constitución; cuando se habla de los intereses supremos y sagrados del pueblo es porque existe algún mezquino interés político que defender".
El propio Marcelo T. de Alvear, entrevistado en París por la Associated Press, dijo al conocer el derrocamiento del gobierno radical: "Si Yrigoyen obtuvo el plebiscito, lo fue porque mi gobierno pacífico consolidó la reputación del radicalismo, pero repitió la historia de presidente yanqui Johnson, quien hizo de su segunda presidencia un asalto sin control. A mí mismo no quiso dejarme gobernar y conspiró contra mí al día siguiente de asumir yo el mando... Como organizador y director de revoluciones fracásó siempre y la primera revolución que se lleva contra él lo derriba y lo arrasa. Los personalistas son como la hidra parasitaria. Partido el árbol por un rayo, la planta se seca y muere"...
Casi tres lustros más tarde, en 1946, José Aguirre Cámara, en una reunión del comité nacional del partido demócrata nacional, recordaba los hechos de 1930:
"Nosotros sobrellevamos el peso de un error tremendo. Nosotros contribuimos a reabrir, en 1930, en el país, la era de los cuartelazos victoriosos... El año 1930, para salvar al país del desorden y del desgobierno, no necesitábamos sacar las tropas de los cuarteles y enseñar al ejército el peligroso camino de los golpes de Estado. Pudimos, dentro de la ley, resolver la crisis. No lo hicimos, apartándonos de las grandes enseñanzas de los próceres conservadores, por precipitación, por incontinencia partidaria, por olvido de las lecciones de la experiencia histórica, por sensualidad de poder. Y ahora está sufriendo el país las consecuencias de aquel precedente funesto".
Juan Domingo Perón rememoró en abril de 1953 las jornadas de septiembre: "Yo recuerdo que el presidente. Yrigoyen fue el primer presidente argentino que defendió al pueblo, el primero que enfrentó a las fuerzas extranjeras y nacionales de la oligarquía para defender a su pueblo. Y lo he visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. Yo, en esa época, era un joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían Pegado los rumores, porque no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad".