El 1° de Septiembre, a eso de las once de la mañana, estaba
yo en casa de mi amigo el señor D. M. J. de Guerrico, con quien debíamos asistir
al entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el cementerio de
Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la
lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó, exclamando:
"¡El general San Martin!" Me paré lleno de agradable sorpresa al ver la gran
celebridad americana que tanto ansiaba conocer. Mis ojos, clavados en la puerta
por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. --
Entró por fin con su sombrero en la mano, con la modestia y el apocamiento de un
hombre común. ¡Qué diferente lo hallé del tipo que yo me había formado oyendo
las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en
América¡ Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto
que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me
lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los
temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y, sin embargo de que lo está más
que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía
que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne, pero le hallé vivo
y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de
afectación. Me llamó la atención su metal de su voz, notablemente gruesa y
varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común.
Al ver el modo de como se considera él mismo, se diría que este hombre no había
hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo
así. Yo había oído que su salud padecía mucho; pero quedé sorprendido al verle
más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido de la guerra de
nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos. El
general San Martín padece en su salud cuando está en inacción, y se cura con
solo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse la fiebre de acción de que
este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su tempestuosa
juventud. Su bonita y bien proporcionada cabeza, que no es grande, conserva
todos sus cabellos, blancos hoy casi totalmente; no usa patilla ni bigote, a
pesar que hoy lo llevan por moda hasta los más pacíficos ancianos. Su frente,
que no anuncia un gran pensador, promete, sin embargo, una inteligencia clara y
despejada, un espíritu deliberado y audaz. Sus grandes cejas negras suben hacia
el medio de la frente cada vez que se abren sus ojos, llenos aun del fuego de la
juventud. La nariz es larga y aguileña; la boca pequeña ricamente dentada, es
graciosa cuando sonríe; la barba es aguda. Estaba vestido con sencillez y
propiedad: corbata negra, atada con negligencia; chaleco de seda, negro; levita
del mismo color; pantalón mezcla de celeste; zapatos grandes. Cuando se paró
para despedirse acepté y cerré con las dos manos la derecha del gran hombre que
había hecho vibrar la espada libertadora de Chile y el Perú. En ese momento se
despedía para uno de los viajes que hace en el interior de Francia en la
estación de verano. No obstante su larga residencia en España, su acento es
el mismo de nuestros hombre de América, coetáneos suyos. En su casa habla
alternativamente el español y francés, y muchas veces mezcla palabras de los dos
idiomas, lo que le hace decir con mucha gracia que llegará un día en que se verá
privado de uno y otro o tendrá que hablar un patois de su propia invención. Rara
vez o nunca habla de política --- jamás trae a la conversación con personas
indiferentes sus campañas de Sudamérica; sin embargo, en general le gusta hablar
de empresas militares. Yo había sido invitado por su excelente hijo político,
el señor don Mariano Balcarce, a pasar un día en su casa de campo en Grand
Bourg, como seis leguas y media de París. este paseo debía ser para mí tanto más
ameno cuanto que debía de hacerlo por el camino de hierro en que nunca había
andado. A las once del día señalado nos trasladamos con mi amigo el señor
Guerrico al establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás
del Jardín de Plantas. El convoy, que debía partir pocos momentos después, se
componía de 25 a 30 carruajes de tres categorías. Acomodadas las 800 a 1000
personas que hacían el viaje, se oyó un silbido, que era la señal preventiva del
momento de partir. Un silencio profundo le sucedió, y el formidable convoy se
puso en movimiento apenas se hizo oír el eco de la campana que es la señal de
partida. En los primeros instantes, la velocidad no es mayor que la de los
carros ordinarios; pero la extraordinaria rapidez que ha dado a este sistema de
locomoción la celebridad de que goza, no tarda en aparecer. El movimiento
entonces es insensible, a tal punto, que uno puede conducirse en el coche como
si se hallase en su propia habitación. Los árboles y edificios que se encuentran
en el borde del camino parecen pasar por delante de la ventanas del carruaje con
la prontitud del relámpago, formando un soplo parecido al de la bala. A eso de
la una de la tarde se detuvo el convoy en Ris; de allí a la casa del general San
Martín hay una media hora, que anduvimos en un carruaje enviado en busca nuestra
por el señor Balcarce. La casa del general San Martín está circundada de calles
estériles y tristes que forman los muros de las heredades vecinas. Se compone de
un área de terreno igual, con poca diferencia, a una cuadra cuadrada nuestra. El
edificio es de un solo cuerpo y dos pisos altos. Sus paredes, blanqueadas con
esmero, contrasta con el negro de la pizarra que cubre el techo, de forma
irregular. Una hermosa acacia blanca da su sombra al alegre patio de la
habitación. El terreno que forma el resto de la posesión está cultivado con
esmero y gusto exquisito: no hay un punto en que no se alce una planta estimable
o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una profusión extraordinaria,
llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el interior de la casa
respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del general San Martín,
la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad la del padre, es
la que ha sabido dar a la distribución doméstica de aquella casa el buen tono
que distingue su esmerada educación. El general ocupa las habitaciones altas que
miran al Norte. He visitado su gabinete lleno de la sencillez y método de un
filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible colgada al
muro la gloriosa espada que cambió un día la faz de la América occidental. Tuve
el placer de tocarla y verla a mi gusto; es excesivamente curva, algo corta, el
puño sin guarnición; en una palabra, de la forma denominada vulgarmente moruna.
Está admirablemente conservada: sus grandes virolas son amarillas, labradas, y
la vaina que la sostiene es de un cuero negro graneado semejante al del jabalí.
La hoja es blanca enteramente, sin pavón ni ornamento alguno. A su lado estaban
también las pistolas grandes, inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña
al pacífico. Vista la espada, se venía naturalmente el deseo de conocer el
trofeo con ella conquistado. Tuve, pues, el gusto de examinar muy despacio el
famoso estandarte de Pizarro, que el Cabildo de Lima regaló al general San
martín, en remuneración de sus brillantes hechos. Abierto completamente sobre el
piso del salón, le vi en todas sus partes y dimensiones. Es como de nueve
cuartas. El fleco, de seda y oro, ha desaparecido casi totalmente. Se puede
decir que del estandarte primitivo se conservan apenas algunos fragmentos
adheridos con esmero a un fondo de seda amarillo. El pedazo más grande es el del
centro, especie de chapón donde, sin duda, estaba el escudo de armas de España,
y en que hoy no se ve sino un tejido azul confuso y sin idea ni pensamiento
inteligible. Sobre el fondo amarillo o caña del actual estandarte se ven
diferentes letreros, hechos con tinta negra, en que se manifiestan las
diferentes ocasiones en que ha sido sacado a las procesiones solemnes por los
alféreces reales que allí mismo se mencionan. ¿Quién si no el general San
Martín debía poseer este brillante gaje de una dominación que había abatido con
su espada? Se puede decir con verdad que el general San Martín es el vencedor de
Pizarro; ¿A quién, pues, mejor que al vencedor tocaba la bandera del vencido? La
envolvió a su espada y se retiró a la vida obscura, dejando a su gran colega de
Colombia la gloria de concluir la obra que él había casi llevado hasta su fin.
Los documentos que a continuación de esta carta se publican por primera vez en
español, prueban de una manera evidente que el general San martín hubiera podido
llevar a cabo la destrucción del poder militar de los españoles de América, y
que aún lo solicitó también con un interés, y una modestia inaudita en un hombre
de su mérito. Pero sin duda esta obra era ya incumbencia de Bolívar; y éste,
demasiado celoso de su gloria personal, no quiso cederla a nadie. El general San
Martín, como se ve, pues, no dejó inacabado un trabajo que hubiera estado en su
mano concluir. Como parece estar decidido de un modo providencial que
nuestros hombres célebres del Río de la Plata, hayan de señalarse por alguna
originalidad o aberración de carácter, también nuestro Titán de los Andes ha
debido tener la suya. Si pudiéramos considerarlo hombre capaz de artificio o
disimulo en las cosas que importan a su gloria, sería cosa de decir que él habla
abrazado intencionalmente esta singularidad; porque, en efecto, la última enseña
que hay que agregar a un pecho sembrado de escudos de honor, capaz de
deslumbrarlos a todos, es la modestia. He aquí la manía, por decirlo así del
general San Martín; y digo la manía, por que lleva esta calidad más allá de lo
conveniente a un hombre de su mérito. Por otra parte, bueno es que de este modo
vengan a hallarse compensadas las buenas y malas cosas de nuestra historia
americana. Mientras tenemos hombres que no están contentos sino cuando se les
ofusca con el incienso del aplauso por lo bueno que no han hecho, tenemos otros
que verían arder los anales de su gloria individual sin tomarse el comedimiento
de apagar con el fuego destructor. No hay ejemplo (que nosotros sepamos) de
que el general San Martín haya facilitado datos ni notas para servir a
redacciones que hubieran podido serles muy honrosas; y difícilmente tendremos
hombre público que haya sido solicitado más que él para darlas. La adjunta carta
al general Bolívar, que parecía formar una excepción de esta práctica constante,
fue cedida al Sr. Lafón, editor de ella, por el secretario del libertador de
Colombia. Se me ha dicho que cuando la aparición de la Memoria sobre el general
Arenales publicada por su hijo, un hombre público de nuestro país, escribió al
general San Martín, solicitando de él algunos datos y su consentimiento para
refutar al coronel Arenales, en algunos puntos en que no se apreciaba con la
bastante latitud los hechos esclarecidos del Libertador de Lima. El general San
Martín rehusó los datos y hasta el permiso de refutar a nadie en provecho de su
celebridad. El actual rey de Francia, que es conocedor de la historia
americana, habiendo hecho reminiscencia del general San Martín, en presencia de
un agente supo público de América, con quien hablaba a la sazón, supo que se
hallaba en París desde largo tiempo. Y como el rey aceptase la oferta que le fué
hecha inmediatamente de presentar ante S. M. al general americano, no tardó éste
con ser solicitado con el fin referido; pero el modesto general, que nada tiene
que hacer con los reyes, y que no gusta de hacer la corte ni que se la hagan a
él; que no aspira ni ambiciona distinciones humanas, pues que está en Europa, se
puede decir, huyendo de los homenajes de catorce Repúblicas, libres en gran
parte por su espada, que si no tiene corona regia, la lleva de frondosos
laureles, en nada menos pensó que en aceptar el honor de ser recibido por S. M.,
y no seré yo el que diga que hubiese hecho mal en esto. Antes de que el
marqués Aguado verificase en España el paseo que le acarreó su fin, hizo las más
vehementes instancias a su antiguo amigo el general San Martín para que le
acompañase al otro lado del Pirineo. El general se resistió observándole que su
calidad de general argentino le estorbaba entrar en un país con el cual el suyo
había estado en guerra, sin que hasta hoy tratado alguno de paz hubiese puesto
fin al entredicho que había sucedido a las hostilidades; y que en calidad de
simple ciudadano le era absolutamente imposible aparecer en España por vivos que
fuesen los deseos que tenía de acompañarle. El señor Aguado, no considerando
invencible éste obstáculo, hizo la tentativa de hacer venir de la Corte de
Madrid el allanamiento de la dificultad. Pero fué en vano, porque el Gobierno
español, al paso que manifestó su absoluta deferencia por la entrada del general
San martín como hombre privado, se opuso a que lo verificase en su rango de
general argentino. El libertador de Chile y el Perú, que se dejaría tener por
hombre obscuro en todos los pueblos de la tierra, se guardó bien de presentarse
ante sus viejos rivales de otro modo con su casaca de Maipú y Callao; se
abstuvo, pues, de acompañar a su antiguo camarada. El señor de Aguado marchó sin
su amigo y fué la última vez que le vió en la vida. Nombrado testamentario y
tutor de los hijos del rico banquero de París, ha tenido que dejar hasta cierto
punto las habitudes de la vida inactiva que eran tan funestas a su salud. La
confianza de la administración de una de las más notables fortunas de Francia,
hecha a nuestro ilustre soldado, por un hombre que lo conocía desde la juventud,
hace tanto honor a las prendas de su carácter privado, como sus hechos de armas
ilustran su vida pública. El general San Martín habla a menudo de la América, en
sus conversaciones íntimas, con el más animado placer: hombres, sucesos, escenas
públicas y personales, todo lo recuerda con admirable exactitud. Dudo sin
embargo que alguna vez se resuelva a cambiar los placeres estériles del suelo
extranjero, por los peligrosos e inquietos goces de su borrascoso país. Por otra
parte, ¿será posible que sus adioses de 1829, hayan de ser los últimos que deba
dirigir a la América, el país de su cuna y de sus grandes
hazañas?
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