XI 13. CONFRATERNIDAD DE PRINCIPIOS |
Uno de los muchos obstáculos que hoy día se oponen y por largo tiempo se opondrán a la reorganización de nuestra sociedad, es la anarquía que reina en todos los corazones e inteligencias; la falta de creencias comunes, capaces de formar, robustecer e infundir irresistible prepotencia al espíritu público. No existe ningún fundamento sólido sobre el cual pueda apoyarse la razón de cada uno, ninguna norma, ninguna doctrina, ningún principio de vida que atraiga, reúna y anime los miembros divididos del cuerpo social. —No hay bálsamo alguno que calme los corazones lacerados, ningún remedio a la inquietud y desazón de los ánimos, ninguna luz que guíe a los hijos de la patria en el abismo espantoso donde los ha sumergido el desenfreno de las pasiones y los atentados de la tiranía. Cada uno, amurallado en su egoísmo, ve pasar con estúpida sonrisa el carro triunfante del Despotismo por sobre las glorias y trofeos de la patria, por sobre la sangre y cadáveres de sus hermanos, por sobre las leyes y derechos de la nación. Cada uno oye en silencio los gritos y aclamaciones de la turba que, en signo de vasallaje, marcha en pos de sus huellas, celebrando su omnipotencia y sus hazañas. ¿Qué origen dar a ese marasmo del espíritu público?, ¿a esa atrofia de tanto noble corazón? ¿Cómo explicar ese fenómeno moral que se reproduce siempre en todas las grandes crisis sociales, después de los desastres, convulsiones y delirios de la guerra civil? —Es que toda grande excitación enerva; que tras la fiebre y el delirio, viene el abatimiento y el colapso; y que, en el frenesí de las pasiones políticas, pierden los pueblos como los hombres, aquella primitiva virilidad de sus potencias, aquella virginidad de su corazón, aquel fuego y energía de su robusta adolescencia. —Es que los desengaños han venido a entibiar las esperanzas; que ese intenso afanar y esa lucha prolongada para cimentar la libertad, han sido estériles e ineficaces; que los principios y las doctrinas no han producido fruto alguno; y que la fe de todos los hombres, de todos los patriotas, ha venido a guarecer su impotencia en el abrigo desierto del escepticismo y de la duda, después de haber visto a la anarquía y al despotismo disputarse encarnizados el tesoro recogido por su constancia y su heroísmo. Felizmente no están sujetos los pueblos a esa ley de aniquilamiento fatal que extingue poco a poco la vida y las esperanzas del hombre. El individuo desaparece, pero quedan sus obras. Cada generación que nace de las entrañas del no ser trae nueva sangre, infunde nueva vida al cuerpo social. Se diría que la carne del hombre es de la tierra, pero su espíritu de la humanidad. Cada generación hereda el espíritu vital de la generación que devoró la tumba. Con cada generación retoña el árbol de esperanza del porvenir progresivo de los pueblos y de la humanidad. Esa facultad de comunicación perpetua entre hombre y hombre, entre generación y generación; esa encarnación continua del espíritu de una generación en otra, es lo que constituye la vida y la esencia de las sociedades. No son ellas simplemente una aglomeración de hombres, sino que forman un cuerpo homogéneo y animado de una vida peculiar, que resulta de la relación mutua de los hombres entre sí, y de unas generaciones con otras. La generación nueva no está enervada; ella empieza a vivir, y trae en su seno toda la energía, deseos y esperanzas de un joven adolescente; pero sufre el mismo dolor que todos, y se halla envuelta en la misma atmósfera tenebrosa; lleva en su corazón la anarquía, y en su inteligencia el caos y lucha de contrarios elementos. ¿Y qué otra cosa podría heredar? Nacida en la borrasca, creciendo en las tempestades y no divisando en el mar de tinieblas que la circundaba, una antorcha que la encaminase al puerto de consuelo y salvación, su espíritu debió sufrir agitaciones intensas y buscar donde lo hallase, el alimento necesario a su actividad. La Patria no existía, ni la libertad tampoco. ¿Qué es la vida sin patria ni libertad? debió decirse. —Faltóle un móvil a sus acciones, un símbolo a su fe, un blanco a sus esperanzas, un apoyo a su inteligencia; y vacilaron, se chocaron y corrieron en dirección opuesta sus pensamientos por el campo ilimitado de la especulación y la duda, de la incertidumbre y la verdad. Para salir de este caos, necesitamos una luz que nos guíe, una creencia que nos anime, una religión que nos consuele, una base moral, un criterium común de certidumbre que sirva de fundamento a la labor de todas las inteligencias, y a la reorganización de la patria y de la sociedad. Esa piedra fundamental, ese punto de arranque y reunión, son los principios. Política, ciencia, religión, arte, industria, todo existe en germen en nuestra sociedad; pero como en el caos los primitivos elementos de la creación. Hay, si se quiere, en ella muchas ideas; pero no un sistema de doctrinas políticas, filosóficas, artísticas, no una verdadera ciencia; porque la ciencia no consiste en almacenar muchas ideas, sino en que estas sean sanas y sistemadas, y constituyan por decirlo así, un dogma religioso para el que las profesa. Nuestra cultura intelectual exige por lo mismo un desenvolvimiento armónico, una marcha uniforme, una elaboración peculiar, que tienda a la difusión de los principios sanos, a la uniformidad de las creencias, a disipar la anarquía de los espíritus, a vulgarizar y poner en circulación las doctrinas progresivas, a calmar tantas angustias y agitaciones, y a satisfacer las necesidades más vitales de nuestra sociedad. La confraternidad de principios producirá la unión y fraternidad de todos los miembros de la familia argentina, y concentrará sus anhelos en el solo objeto de la libertad y engrandecimiento de la Patria. |