VI 8. ADOPCIÓN DE TODAS LAS GLORIAS LEGÍTIMAS, TANTO INDIVIDUALES COMO COLECTIVAS DE LA REVOLUCIÓN; MENOSPRECIO DE TODA REPUTACIÓN USURPADA E ILEGÍTIMA |
Sentados y reconocidos los antecedentes principios, sólo serán para nosotros glorias legítimas, aquellas que hayan sido adquiridas por la senda del honor; aquellas que no estén manchadas de iniquidad o injusticia; aquellas obtenidas a fuerza de heroísmo, constancia y sacrificios; aquellas que hayan dejado, sea en los campos de batalla, sea en el gabinete, la prensa, o la tribuna, rastros indelebles de su existencia: aquellas, en suma, que pueda sancionar el incorruptible juicio de la filosofía. Hay grandes diferencias entre gloria y reputación. El que quiere reputación, la consigue. Ella se encuentra en un título, en un grado, en un empleo, en un poco de oro, en un vaivén del acaso, en aventuras personales, en la lengua de los amigos y de la lisonja rastrera. La reputación es el humo que ambicionan las almas mezquinas y los hombres descorazonados. Pero la reputación va a parar a menudo a un mismo féretro con el que la poseyó, y en un día se convierte en humo, polvo y nada. En vano grabará la vanidad sobre la lápida que la cubre un nombre. Ese nombre nadie lo conoce, es un enigma que nadie entiende, es algo que fue y dejó de ser, como cualquier animal o planta; sin que se sepa para qué lo vació Dios en el molde del hombre, y estampó en su frente la dignidad de la razón y la inteligencia. La gloria es distinta. La gloria es como planta perenne, cuyo verdor nunca amarillea. La gloria echa raíces tan profundas, que llegan al corazón de la tierra, y se levanta a las nubes incontrastable como el cedro del Líbano. La gloria prende y se arraiga en todos los corazones: la gloria es el himno perpetuo de alabanza que consagra un pueblo o la humanidad reconocida al ingenio, a la virtud y al heroísmo. La gloria es la riqueza del grande hombre adquirida con el sudor de su rostro. Grande hombre es aquel que, conociendo las necesidades de su tiempo, de su siglo, de su país, y confiando en su fortaleza, se adelanta a satisfacerlas; y a fuerza de tesón y sacrificios, se labra con la espada o la pluma, el pensamiento o la acción, un trono en el corazón de sus conciudadanos o de la humanidad. Grande hombre, es aquel cuya vida es una serie de hechos y triunfos, de ilusiones y desengaños, de agonías y deleites inefables, por alcanzar el alto bien prometido a sus esperanzas. Grande hombre, es aquel cuya personalidad, es tan vasta, tan intensa y activa, que abraza en su esfera todas las personalidades humanas, y encierra en sí mismo —en su corazón y cabeza— todos los gérmenes inteligentes y afectivos de la humanidad. Grande hombre, es aquel que el dedo de Dios señala entre la muchedumbre para levantarse y descollar sobre todos por la omnipotencia de su genio. El grande hombre puede ser guerrero, estadista, legislador, filósofo, poeta, hombre científico. Sólo el genio es supremo después de Dios. La supremacía del genio constituye su gloria, y el apoteosis de la razón. El genio es la razón por excelencia. Toda otra supremacía no es más que vanidad pueril, ignorancia sin seso. Pero desde la altura donde el genio se sienta como soberano, hasta la más ínfima grada de la sociedad, hay mil escalones donde pueden colocarse otras tantas glorias también legítimas, pero más humildes: hay mil lugares para el hombre de mérito; mil lauros que puede ambicionar la capacidad, la virtud y el heroísmo, con tal que marchen por la senda del honor, y lleven siempre al frente de sus pretensiones, el título legítimo que las sanciona. Ambición legítima es aquella que se ajusta a la ley, y marcha a sus fines por la senda que ella traza. Toda otra ambición, no es más que el frenesí de las más innobles pasiones, cubierto con la máscara del verdadero mérito. El que se siente capaz de hacer una cosa, de llevar a cabo una grande empresa, de ocupar un puesto elevado, debe ambicionarlo; pero sin hollar la ley ni la justicia, ni emplear los medios reservados a la incapacidad y la malicia. La astucia es un instinto que poseen en alto grado los hombres que carecen de inteligencia, y el cual emplean sin rubor para llegar a sus depravados fines. La virtud y la capacidad marchan a cara descubierta: la hipocresía y la estupidez se la cubren. No hay gloria individual legítima, sin estas condiciones. —En este crisol pondremos la reputación de nuestras notabilidades revolucionarias; en esta balanza las pesaremos; con esta medida mediremos, y con ella queremos ser medidos. Hemos entrado recién en la vía del progreso: estamos al principio de un camino que nos proponemos andar; no tenemos ni gloria, ni dignidad, nada poseemos. Cuando hayamos concluido nuestra carrera, estaremos prontos a aparecer ante el tribunal de las generaciones venideras, y a que se pesen nuestras obras en la misma balanza donde nosotros pesaremos las de la generación pasada. Contados son, en nuestra opinión, los hombres que han merecido la reputación y honores que les ha tributado el entusiasmo de la opinión y de los partidos. Nos reservamos hacer un inventario de sus títulos, y colocarlos en su verdadero pedestal. ¿Dónde irán a parar entonces todas esas reputaciones tradicionales? ¿todos esos grandes hombres raquíticos? ¿todos esos pigmeos que la ignorancia y la vanidad han hecho colosos? Difícil es discernir el verdadero mérito de los hombres públicos, cuando la opinión general no lo sanciona, sino lo proclaman las pasiones e intereses de sus partidarios. Nosotros que no hemos tenido todavía vida pública ni pertenecido a ningún partido; que no hemos contaminado nuestras almas con las iniquidades ni torpezas de la guerra civil; nosotros somos jueces competentes para conocerlo a fondo y dar a cada cual según sus obras; y lo haremos sin consideraciones ni reticencias. Todas las naciones tienen sus grandes hombres, símbolos permanentes de su gloria. La gloria de sus grandes hombres es el patrimonio más querido de las naciones, porque ella representa toda su ilustración y progreso, toda su riqueza intelectual y material, toda su civilización y poderío. ¡Feliz la nación que cuenta entre sus hijos muchos grandes hombres! Nosotros tenemos pocos, pero su gloria constituye el patrimonio de la patria, y no la repudiaremos. La única gloria que puede legitimar la filosofía en el soldado, es aquella conquistada en los campos de batalla, luchando por la causa de la independencia y la libertad de su patria. Vosotros, militares que os envanecéis con llevar en vuestros hombros insignias y en vuestro pecho medallas, miradlas bien no estén salpicadas de sangre fratricida; ruborizaos y arrojadlas, si así fuere; vuestra gloria es entonces hija de maldición. La única gloria que puede legitimar la filosofía en el magistrado, el legislador o el estadista, es aquella que se muestra pura y deja rastros permanentes de sabiduría, de razón e inteligencia. Vosotros, legisladores, estadistas, magistrados, que os llenáis de orgullo porque os sentasteis en la silla del poder y la turba repitió vuestro nombre, ved primero si fuisteis acreedores a aquella dignidad, y si vuestras obras y pensamientos han sido de alguna utilidad a la patria. La única gloria que puede legitimar la filosofía, en el pensador, en el literato o el escritor, es aquella que ilustra y civiliza, que extiende la esfera del saber humano y que graba en diamante con el buril del genio sus obras inmortales. Vosotros, literatos, escritores y pensadores, que os vanagloriáis tanto de vuestro saber y del incienso que os prodiga la ciega muchedumbre, mostradnos los títulos de vuestras obras, los partos de vuestro ingenio, el tesoro de vuestra ciencia y la sabiduría de vuestra doctrina; mostradla pronto, que andamos desvalidos y descaminados por falta de luz; sed caritativos, por Dios, con vuestros hermanos. Miraos bien, no enterréis con vuestro nombre y vuestra fama ese tan decantado tesoro. Las glorias colectivas de la revolución son aquellas conquistadas por el heroico esfuerzo de la nación en la guerra de la independencia y por los patriotas de mayo y julio: todas ellas son santas y legítimas. La filosofía sólo puede absolver las batallas emancipadoras, porque de la sangre que derraman brota la libertad, y de las ruinas y cadáveres que siembran, nace la vida y la resurrección de un pueblo. La guerra civil y la conquista producen solamente la muerte y la tiranía, y son hijas de la abominación. ¡Qué lauro aquel teñido en sangre de hermanos o enrojecido con sangre de oprimidos! Un pueblo que cuenta glorias legítimas en su historia, es un pueblo grande que tiene porvenir y misión propia. El pueblo argentino llevó el estandarte de la emancipación política hasta el Ecuador. La iniciativa de la emancipación social le pertenece. Su bandera será el símbolo de dos revoluciones; el Sol de sus armas, el astro regenerador de medio Mundo. |