XXXI

 

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Y después de estas palabras
que ya la intención revelan,
procurando los presentes
que no se armara pendencia,
se pusieron de por medio
y la cosa quedó quieta.
Martín Fierro y los muchachos,
evitando la contienda,
montaron y paso a paso,
como el que miedo no lleva,
a la costa de un arroyo
llegaron a echar pie a tierra.
Desensillaron los pingos
y se sentaron en rueda,
refiriéndose entre sí
infinitas menudencias
porque tiene muchos cuentos
y muchos hijos la ausiencia.
Allí pasaron la noche
a la luz de las estrellas,
porque ese es un cortinao
que lo halla uno donde quiera,
y el gaucho sabe arreglarse
como ninguno se arregla:
el colchón son las caronas,
el lomillo es cabecera,
el cojinillo es blandura
y con el poncho o la jerga;
para salvar del rocío,
se cubre hasta la cabeza.
Tiene su cuchillo al lado
-pues la precaución es güena-,
freno y rebenque a la mano,
y, teniendo el pingo cerca,
que pa asigurarlo bien
la argolla del lazo entierra
–aunque el atar con el lazo
da del hombre mala idea–,
se duerme ansí muy tranquilo
todita la noche entera;
y si es lejos del camino,
como manda la prudencia,
mas siguro que en su rancho
uno ronca a pierna suelta
pues en el suelo no hay chinche
y es una cuja camera
que no ocasiona disputas
y que naides se la niega.
Ademas de eso, una noche
la pasa uno como quiera,
y las va pasando todas
haciendo la mesma cuenta;
y luego los pajaritos
al aclarar lo dispiertan,
porque el sueño no lo agarra
a quien sin cenar se acuesta.
Ansí, pues, aquella noche
jué para ellos una fiesta,
pues todo parece alegre
cuando el corazón se alegra.
No pudiendo vivir juntos
por su estado de pobreza,
resolvieron separarse
y que cada cual se juera
a procurarse un refugio
que aliviara su miseria.
Y antes de desparramarse
para empezar vida nueva,
en aquella soledá
Martín Fierro, con prudencia,
a sus hijos y al de Cruz
les habló de esta manera:

 

La vuelta de
Martín Fierro

 
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