XI

 

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Y mientras que tomo un trago
pa refrescar el garguero,
y mientras tiempla el muchacho
y prepara su estrumento,
les contaré de qué modo
tuvo lugar el encuentro.
Me acerqué a algunas estancias
por saber algo de cierto,
creyendo que en tantos años
esto se hubiera compuesto;
pero cuanto saqué en limpio
jué que estábamos lo mesmo.
Ansí, me dejaba andar
haciéndome el chancho rengo,
porque no me convenía
revolver el avispero;
pues no inorarán ustedes
que en cuentas con el gobierno
tarde o temprano lo llaman
al pobre a hacer el arreglo.
Pero al fin tuve la suerte
de hallar un amigo viejo
que de todo me informó,
y por él supe al momento
que el Juez que me perseguía
hacía tiempo que era muerto:
por culpa suya he pasado
diez años de sufrimiento
y no son pocos diez años
para quien ya llega a viejo.
Y los he pasado ansí,
si en mi cuenta no me yerro:
tres años en la frontera,
dos como gaucho matrero,
y cinco allá entre los indios
hacen los diez como yo cuento.
Me dijo, a más, ese amigo
que anduviera sin recelo,
que todo estaba tranquilo,
que no perseguía el gobierno,
que ya naides se acordaba
de la muerte del moreno,
aunque si yo lo maté
mucha culpa tuvo el negro.
Estuve un poco imprudente,
puede ser, yo lo confieso,
pero el me precipitó,
porque me cortó primero,
y a más me cortó la cara,
que es un asunto muy serio.
Me asiguró el mesmo amigo
que ya no había ni el recuerdo
de aquel que en la pulpería
lo dejé mostrando el sebo.

El de engreido, me buscó:
yo ninguna culpa tengo;
el mismo vino a peliarme,
y tal vez me hubiera muerto
si le tengo más confianza
o soy un poco más lerdo.
Fue suya toda la culpa
porque ocasionó el suceso.
Que ya no hablaban tampoco,
me lo dijo muy de cierto,
de cuando con la partida
llegué a tener el encuentro.
Esa vez me defendí
como estaba en mi derecho,
porque fueron a prenderme
de noche y en campo abierto:
se me acercaron con armas,
y, sin darme voz de preso,
me amenazaron a gritos
de un modo que daba miedo,
que iban a arreglar mis cuentas,
tratándome de matrero:
y no era el jefe el que hablaba
sino un cualquiera de entre ellos,

y ése, me parece a mí
no es modo de hacer arreglos,
ni con el que es inocente,
ni con el culpable menos.
Con semejantes noticias
yo me puse muy contento
y me presenté ande quiera
como otros pueden hacerlo.
De mis hijos he encontrado
sólo a dos hasta el momento,
y de ese encuentro feliz
le doy las gracias al cielo.
A todos cuantos hablaba
les preguntaba por ellos,
mas no me da ninguno
razón de su paradero.

Casualmente, el otro día
llegó a mi conocimiento
de una carrera muy grande
entre varios estancieros,
y juí como uno de tantos,
aunque no llevaba un medio.
No faltaban, ya se entiende,
en aquel gauchaje inmenso,
muchos que ya conocían
la historia de Martín Fierro;
y allí estaban los muchachos
cuidando unos parejeros.
Cuando me oyeron nombrar
se vinieron al momento,
diciéndome quiénes eran
aunque no me conocieron,
porque venía muy aindiao
y me encontraban muy viejo.
La junción de los abrazos
de los llantos y los besos
se deja pa las mujeres,
como que entienden el juego.
Pero el hombre, que compriende
que todos hacen lo mesmo,
en público canta y baila,
abraza y llora en secreto.
Lo único que me han contado
es que mi mujer a muerto;
que en procuras de un muchacho
se jue la infeliz al pueblo,
donde infinitas miserias
habrá sufrido, por cierto;
que, por fin, a un hospital
jué a parar medio muriendo,
y en ese abismo de males
falleció al muy poco tiempo.
Les juro que de esa pérdida
jamás he de hallar consuelo,
muchas lágrimas me cuesta
dende que supe el suceso.
Mas dejemos cosas tristes
aunque alegrías no tengo;
me parece que el muchacho
ha templao y está dispuesto
vamos a ver qué tal lo hace
y a juzgar su desempeño.
Ustedes no lo conocen
yo tengo confianza en ellos,
no porque lleven mi sangre
-eso juera de lo menos-,
sino porque dende chicos
han vivido padeciendo.
Los dos son aficionados;
les gusta jugar con juego,
vamos a verlos correr:
son cojos... Hijos de rengo.

 

La vuelta de
Martín Fierro

 

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