Cenamos en campo abierto.
Cerca del callejón había una cañada con unos sauces, de donde trajimos algunas ramas secas. El resplandor de la llama dio a nuestros semblantes una apariencia se vera de cobre, mientras en cuclillas formábamos un círculo de espera. Las manos, manejando el cuchillo y la carne, aparecían lucientes y duras. Todo era quietud salvo el leve cantar de los cencerros y los extrañados balidos de la hacienda.
En la cañada croaron las ranas, quebrando el uniforme siseo de los grillos. Los chajás delataban nuestra presencia a intervalos perezosos. Losgajos verdes de nuestra leña silbaban, para reventar como lejanas bombas de romerías. Sentía el dolor del cansancio mudar de sitio en mi pobre cuerpo y parecíame tener la cabeza apretada bajo un cojinillo. No teníamos agua y había que sufrir la sed por unas horas. Nuevamente, al andar de la tropa, proseguimos nuestro viaje. Encima nuestro, el cielo estrellado parecía un ojo inmenso. Lleno de luminosas arenas de sueño. Cada paso propagaba una manada de dolores por mis músculos. ¿Cuántos vaivenes del tranco tendría que aguantar aún?
No sabía ya si nuestra tropa era un animal que quería ser muchos, o muchos animales que querían ser uno. El andar desarticulado del enorme conjunto me mareaba, y si miraba a tierra, porque mi petiso cambiaba de dirección o torcía la
cabeza, sufría la ilusión de que el suelo todo se movía como una informe masa carnosa. Hubiese querido poder dormir en mi caballo como los reseros viejos.
Nadie se ocupaba ya de mí. La gente iba atenta al animalaje, temiendo que alguno se rezagara. Se oía de vez en cuando un grito. Los teros chillaban a nuestro paso y las lechuzas empezaron a jugar a las escondidas, llamándose con gargantas de terciopelo. Ninguna población se avistaba.
De pronto me di cuenta de que habíamos llegado. Cerca ya, vimos la gran apariencia oscura de unas casas, y el callejón se ensanchó como un río que llega a la laguna. Goyo , Don Segundo y Valerío iban a rondar según oí decir.
Estábamos en los locales de una feria, a orillas de un pueblo. Cerca de las tropillas desenfrené mi petiso y le voltié el recado.
Bajo un cobertizo de cinc tiré mis pilchas al suelo y me les dejé caer encima, como cae un pedazo de barro de una rueda de carreta. Un rebencazo casi insensible me cayó sobre las paletas.
-¡Hacéte duro, muchacho!
Y creí haber reconocido la voz de Don Segundo.