Los procedimientos de represión violenta de las huelgas, las detenciones en masa de obreros y propagandistas, los sucesos sangrientos de mayo de 1905 en la plaza Lavalle, en el mitin de las dos organizaciones sindicales existentes, abrieron cauce para el atentado del 12 de agosto de 1905 contra el presidente Quintana, mientras se dirigía en su carruaje a la Casa de Gobierno, al pasar por la plaza San Martín.
Su oficio era tipógrafo, pero sus manos se habían acostumbrado a sostener revólveres y granadas. Llovía y le pareció que el frío de agosto era más intenso ese sábado. Estaba mojado de pies a cabeza y desde la visera del gorro caía más agua que desde el cielo. A cada rato se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de la mano. Sus ojos apagados se perdían en su cara redonda. Ya se sabía al dedillo el recorrido que haría su víctima.
Lo había repasado él mismo decenas de veces. Sabía perfectamente los horarios y las costumbres de quien iba a matar. Había pasado madrugadas heladas esperando que saliera de su casa, refugiado en la oscura entrada de algún zaguán vecino, siempre con su sobretodo negro, descascarando con su navaja un pedazo de queso, que acompañaba con algo de pan duro. Hasta que decidió la oportunidad justa para meterle un balazo. Iba a matar al presidente de la República Argentina. Al final sería a la tarde, cuando la víctima saliera otra vez para su trabajo. ¡No había casi nadie en la calle un sábado a la tarde! Lo esperaría en algún recoveco de la Plaza San Martín. Ese 12 de agosto lo haría. Los jóvenes morirán por la espada, repetía mecánicamente, acaso sin advertir que la cita bíblica quedaba desencajada en boca de un anarquista.
La lluvia seguía el 12 de agosto de 1905 y Salvador Enrique José Planas y Virellas, catalán de 23 años, ponía su mano derecha en el bolsillo del abrigo para palpar la Smith & Wesson calibre 38, fabricada en 1871, confiaba en su arma y en sus ideas anarquistas y eso era todo lo que necesitaba. A las 14 horas con 19 minutos el presidente de la Argentina, Manuel Quintana, salió de su casa en la calle De las Artes 1245 ( actualmente esa calle se llama Carlos Pellegrini). Se subió tranquilo a un coche tirado por caballos y conducido por el policía Antonio Mazato iba acompañado de su edecán, el capitán de fragata José Donato Alvarez y atrás del coche iba el comisario Felipe Pereyra, jefe de la División Investigaciones y Pesquisas, y otro policía más.
En marzo de 1908, Salvador Enrique José Planas Virella tenía 26 años cuando la Cámara del Crimen de la Capital Federal lo condenó a 10 años de cárcel. Lo habían apresado tres años antes, cuando el 11 de agosto de 1905 intentó asesinar al presidente conservador Manuel Quintana. Hasta poco antes los 30 años estuvo en la Penitenciaría Nacional, de donde logró escapar en enero de 1911 a través de un túnel que excavó con Francisco Regis, otro anarquista vindicador. Ayudado por sus compañeros de militancia cruzó a Montevideo, donde la policía le perdió la pista definitivamente.
El clima social y político era pesado por esos años. Quintana y su vicepresidente José Figeuroa Alcorta habían asumido el 12 de octubre de 1904. No hacía un año que estaba en el poder cuando Salvador lo acechaba para matarlo. Pero antes del episodio del anarquista, Quintana había esquivado un golpe del que participaron o adhi¬rieron civiles y militares inspirado por Hipólito Yrigoyen, en febrero de 1905. El anarquismo era una filosofía que se difundió en la Argentina por obra de los inmigrantes europeos. La primera asociación obrera importante, la F.O.A. (Federación Obrera Argentina) fue constituida por anarquistas, y fue la que impulsó las primeras huelgas revolucionarias motivadas por las condiciones de servidumbre que imponía a los trabajadores la oligarquía dominante. En 1904 cambió su nombre por F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina).
Desde su domicilio en la calle De las Artes 1245 (hoy Carlos Pellegrini), el coche de Quintana fue en dirección al bajo para tomar directamente hacia la Casa de Gobierno, llegó a la Plaza San Martín, ese era el momento. El carruaje pasó cerca y Salvador lo dejó pasar. Apretó todavía más la Smith & Wesson y salió corriendo de su refugio en la puerta de una casa. Alcanzó a ver a Quintana en una ventanilla. Estaba cerca y levantó el brazo. Disparó una vez, pero no hubo disparo. Por un instante se quedó paralizado, maldiciendo para sus adentros. Corrió un poco más y llegó a ponerse a un metro y medio de la ventanilla, que seguía mostrando la cara del presidente, azorado. Se miraron a los ojos. Salvador volvió a alargar el brazo y apuntó. Quintana, ya muy asustado se movió, pero para adelante, es decir para ponerse más a tiro aún. El tipógrafo apretó nuevamente el gatillo. Sería que la Smith & Wesson era muy vieja. No hubo disparo tampoco. El presidente seguía paralizado en el mismo lugar, como un retrato, parecido a ese que pasaría a la posteridad. Fue un instante. Salvador mantenía su carrera, subió unos centímetros el brazo y apretó el gatillo por tercera vez. Esa Smith & Wesson definitivamente no servía. Basta. Ya era suficiente. Los jóvenes morirán por la espada, se repetía Salvador mientras se daba vuelta y corría para cruzar la Plaza San Martín. Donato Álvarez bajó del carruaje y quiso correrlo, dio apenas unos pasos, resbaló y cayó. Pero el comisario Pereyra había visto todo y reaccionó antes.
Los peritos químicos concluyeron que el cartucho “no estaba en condiciones de explosibilidad”. Ante el fracaso el anarquista vindicador emprendió la retirada, corrió hacia el centro de la plaza e intentó suicidarse; la bala tampoco salió. Lo detuvieron y lo llevaron a la Seccional de Investigación de la Capital, a cargo del comisario José Rosas.
Entre las cosas que llevaba Salvador cuando lo detuvieron abundaba la propaganda anarquista, que esperaba propalar. Un folleto titulado ¿Por qué somos anarquistas?, el periódico “El productor” editado en Barcelona, uno titulado Tierra y libertad editado en Madrid y otro editados por los ácratas en París.
Tenía además una carta en catalán, en la que su madre Franca Virella le contaba las penurias que pasaba junto a su esposo paralítico –desde hacía 7 años- y otra de sus hijas. Consultado el cónsul argentino en España confirmó el parentesco y que “por caja de ahorro y depósitos y por banco alemán trasatlántico” les mandó 460 pesetas, repartidas así: 50 en septiembre, 360 en diciembre y 50 en abril de ese año.
Ante el juez, el muchacho declaró que su novia lo había abandonado por sus ideas de avanzada (le propuso vivir juntos sin casarse), que era tipógrafo y que había llegado a Argentina tres años antes, corrido por la miseria en Litges, Barcelona. También dijo pertenecer a la Sociedad de resistencia de las artes gráficas y que era amigo de otros ácratas, como Carlos Balzan y Edmunto Calcagno, entre otros.
Después desfilaron sus empleadores. La mayoría de ellos lo tenía como un buen hombre, pero la viuda de Chechi aclaró que lo había despedido porque “se embebía con frecuencia en la lectura de folletos anárquicos y se expresaba en términos violentos contra los capitalistas”.
El cochero de Quintana azuzó a los caballos que se dispararon a toda velocidad. Pereyra casi lo tenía a Salvador al alcance de sus manos. No era muy rápido el español. Las manos del comisario finalmente lo agarraron de un brazo y luego de los hombros. Cayeron en la plaza. Llegó otro policía y ya no hubo salida para el catalán. Pereyra le encontró otras cinco balas en uno de los bolsillos del sobretodo. El tercer atentado fallido contra un presidente, después del de 1873 contra Sarmiento y el de 1886 contra Roca, había fallado como los anteriores.
El chofer Mazato estaba muerto de miedo. Escapó de la zona de la plaza por la calle Florida, llena de barro por la lluvia. Iba tan rápido y estaba tan nervioso que perdió el control de los caballos y el coche volcó. Quintana a duras penas pudo salir. Se había salvado otra vez de sufrir alguna herida. No había nadie por los alrededores y esperó que pasara algún carruaje que lo llevara hasta su destino. Así llegó por fin a la Casa de Gobierno, solo. Lo primero que hizo Quintana fue llamar a sus asistentes. “¿Saben? ¡Me quisieron matar!…Hace un tiempo me hablaron de que había planes para atentar contra mi vida. Y les dije que no tengo miedo”.
Habló rápido y todavía muy nervioso, con su vestimenta desacomodada. Casi al mismo tiempo era interrogado Salvador. “Sí, soy anarquista… No, no, fui yo solo. No hay otros”. Nadie le creyó. Pero la Policía jamás descubrió que del complot hubiesen participado más personas. En cambio hubo arrestos de anarquistas o de simpatizantes de esa idea o, incluso, de obreros que eran culpables de saber leer y escribir. “Quería matar a Quintana porque es el responsable de todos los males que está sufriendo la clase obrera”. Salvador estaba convencido, según confesó, que si hubiera asesinado al presidente, quien lo reemplazara iba a atender los reclamos de los trabajadores y evitaría que “los niños mueran de hambre y sin atención médica”. La condena que le impusieron fue a doce años de prisión. Salvador entró en la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras y cambió su identidad por un número era el 610, pues durante muchos años el reglamento de la cárcel impedía identificar a los presos con su nombre y apellido.
Por su oficio lo asignaron a la imprenta del penal. Debía salir en libertad en 1917. Salvador seguía en prisión cuando en 1906 murió el presidente Quintana por una enfermedad. Lo sucedió su vicepresidente Figueroa Alcorta. Al tiempo, la desilusión del catalán se hizo patente: nada había cambiado desde su punto de vista. En su interior, la Penitenciaría estaba rodeada de jardines y huertas que atendían los propios prisioneros.
Por eso en la jerga popular la llamaban La Quinta. En uno de esos jardines, bien disimulado por unos canteros y arreglos de hermosas violetas, los de la Sección Jardinería cavaron un túnel de apenas tres metros de largo que pasaba por debajo del murallón. El 6 de enero de 1911, día de Reyes, Salvador Enrique José Planas y Virellas y otros doce reclusos se escaparon por allí. Las autoridades sospecharon de inmediato que entre los evadidos estaba también el anarquista Simón Radowitzky, quien había matado al coronel Ramón L. Falcón, primer jefe de Policía, pero el dato no era bueno. Radowitzky dijo después que prefirió quedarse porque pensó que el escape era en realidad una trampa para matarlo. Estaba equivocado. Se cree que Salvador, ayudado por amigos anarquistas, cruzó a Montevideo. La Policía argentina le perdió la pista definitivamente y nunca más se supo de él.