Desde la derrota de 1893, y más aún desde la división entre “bernardistas” y seguidores de Hipólito Yrigoyen, nadie tenía en cuenta seriamente a la Unión Cívica Radical como un partido con posibilidades de acceder al poder. Pero, repentinamente, la UCR reapareció mostrando una organización política y territorial muy superior a la del oficialismo, y una gran decisión revolucionaria, en la revolución radical de 1905, en que estuvieron implicadas varias unidades del Ejército. Estallada el 4 de febrero de ese año, tuvo un éxito relativo en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Bahía Blanca y Mendoza, pero fue rápidamente sofocada.
La disolución de la Unión Cívica Radical determina la formación de un núcleo de elementos radicales que reconocen la jefatura de Hipólito Yrigoyen. Lo constituyen hombres jóvenes, reclutados en la clase media, profesionales, comerciantes, empleados, estancieros de vieja tradición federal, colonos y peones del campo a quienes su jefe supo imponer disciplina y entusiasmo. En este contexto, en 1903 Hipólito Yrigoyen comenzó su reorganización.
El 29 de febrero de 1904, el recién reorganizado Comité Nacional de la Unión Cívica Radical declara la abstención electoral de todos los radicales de la República en las elecciones de diputados de la Nación, de senador por la capital, electores de presidente y vicepresidente de la Nación y anuncia la lucha armada.
"...perseverar en la lucha hasta modificar radicalmente esta situación anormal y de fuerza, por los medios que su patriotismo le inspire".
En el gobierno estaba Manuel Quintana, representante del Partido Autonomista Nacional, o sea de los grupos más acaudalados del país.
El 4 de febrero de 1905, en la Capital Federal, Campo de Mayo, Bahía Blanca, Mendoza, Córdoba y Santa Fe, se produjo el alzamiento armado que se venía preparando, casi con las mismas banderas que en 1890 y 1893. Se proclamó el estado de sitio en todo el país, por noventa días.
Fue una de las rebeliones más importantes que sufrió la República, por el número de militares comprometidos, las fuerzas vinculadas y la extensión del movimiento. Se había trabajado con mucho sigilo pero, a pesar de eso, el gobierno estaba avisado de la situación.
En la Capital Federal, las medidas represivas sofocaron en sus comienzos al movimiento. Los revolucionarios fallaron al no poder asegurar el control del arsenal de guerra de Buenos Aires cuando el general Carlos Smith, jefe del Estado Mayor del Ejército desplazó a los soldados yrigoyenistas. Las tropas leales y la policía recuperaron pronto las comisarías tomadas por sorpresa y los cantones revolucionarios.
En Córdoba los revolucionarios toman prisioneros al vicepresidente José Figueroa Alcorta a quien obligaron a tener una conferencia telegráfica con el presidente Manuel Quintana, solicitándole la renuncia a cambio de su vida, sin embargo el Presidente no cedió y la amenaza no fue ejecutada. En la misma redada intentaron detener al expresidente Julio Argentino Roca, quien - avisado de esta circunstancia - logró escapar a Santiago del Estero. En cambio, fueron detenidos su hijo, el diputado Julio Argentino Pascual Roca, y Francisco Julián Beazley, exjefe de policía de Buenos Aires, quien regresaba de actuar como interventor en San Luis.
En Mendoza los rebeldes se llevan 300 000 pesos del Banco de la Nación y atacan los cuarteles defendidos por el teniente Basilio Pertiné. Las tropas sublevadas en Bahía Blanca y otros lugares ni tuvieron perspectiva, ni hallaron eco en el pueblo. El Presidente Manuel Quintana empleó la misma táctica usada en 1893 para sofocar el movimiento radical; el estado de sitio se convirtió en ley marcial.
Solo provincia de Córdoba y Mendoza continuaron combatiendo hasta el 8 de febrero, sin embargo, las divisiones del ejército, leales al gobierno, vencen rápidamente a la revolución de acuerdo con las enérgicas y rápidas órdenes del presidente Quintana.
Después de los sucesos del mes de febrero, Quintana se dirigió al Congreso y dijo al respecto: «Al recibirme del gobierno conocía la conspiración que se tramaba en el ejército y por eso dirigí aquella incitación para se mantuviera extraño a las agitaciones de la política invocando al mismo tiempo el ejemplo de sus antepasados y la gloria de sus armas. Una parte de la oficialidad subalterno no quiso escucharme y ha preferido lanzarse a una aventura que no excusa la inexperiencia ante los deberes inflexibles del soldado».
El gobierno del presidente Manuel Quintana detuvo y mandó enjuiciar a los sublevados, que fueron condenados con penas de hasta 8 años de prisión y enviados al penal de Ushuaia.