La debilidad del nuevo presidente era evidente, sin partido propio, vacilando entre apoyarse en los mitristas o en los roquistas y descalificado por los radicales como producto de un enorme fraude, Luis Sáenz Peña sumaba a estos factores su elevada edad y su inexperiencia política.
No causa sorpresa que su gestión haya estado marcada por estallidos revolucionarios en diversas provincias, algunos de ellos de inspiración radical.
El partido de Alem se había convertido en una fuerza que debía ser tenida en cuenta pues reunía la tradición del antiguo federalismo en las provincias y del autonomismo popular de Alsina en Buenos Aires.
Si bien no tenía un programa definido, las apelaciones de su jefe a la moral republicana lo convertían en la contrafigura del positivismo materialista del régimen.
El nuevo partido condenaba la política de acuerdos como una falsificación de la democracia y reclamaba comicios exentos de las habituales presiones de las oligarquías locales.
En 1898 Pellegrini definiría al radicalismo como un temperamento, más que un partido, y no se equivocaba: en ese momento era una reacción ética contra una elite cuyas distintas fracciones necesitaban pactar incesantemente para mantener el sistema imperante y, sobre todo, conservar su control.
José Néstor Lencinas fue uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical en 1891, participando en las revoluciones radicales de 1893 y 1905. En esta última dirigió exitosamente la insurrección en Mendoza llegando a tomar el poder como gobernador provisional. Al ser derrotada Lencinas se fugó espectacularmente a Chile en una locomotora “expropiada” al Ferrocarril Trasandino.
Con este marco ético las adhesiones tuvieron un sentido acorde: viejas familias criollas del interior empobrecido, estancieros ricos de Buenos Aires, abogados católicos de Córdoba, colonos extranjeros de Santa Fe, universitarios de las ciudades y peones de campo.
La UCR se convirtió, en muy poco tiempo, en un referente político distinto, que agitaba la consigna de la intransigencia como repudio al pacto de los sectores oligárquicos, y la bandera de la revolución como impugnación del sistema, aun cuando no hablaba de cuál podría ser la alternativa.
A la tradición del Parque sumaba el rechazo a todo acuerdo. Y estos contenidos —inaceptables desde lo político, ya que precisamente eran su negación— seducían a vastos sectores de la opinión pública, hartos del paralizante paternalismo de Roca, Mitre y las oligarquías lugareñas.
Comenzaron a aparecer nuevos hombres en el radicalismo solo don Bernardo de irigoyen era una excepción. En Rosario, Lisandro de la Torre; en Mendoza, José Néstor Lencinas; Pedro C. Molina en Córdoba y Pelagio B. Luna en La Rioja, además de un grupo de jóvenes distinguidos en la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal.
Lisandro de la Torre en su tesis doctoral revela una base ideológica liberal que va dando entrada a planteamientos de tipo democrático formal. Estas mismas inquietudes lo llevan a adherir a la Unión Cívica y a participar de las revoluciones del 90 y 1893.
Pero una figura pronto adquiriría proyección en el partido de Alem era su sobrino Hipólito Yrigoyen, que a diferencia de su tío contaba con una fortuna amasada en campos arrendados para invernada.
Soltero, con cuarenta años en 1892, consagrado íntegramente a la tarea política, había sido designado presidente del comité de la provincia de Buenos Aires, el organismo más eficiente y activo de la UCR.
En 1893, tío y sobrino habrían de lanzar al radicalismo a la vía revolucionaria, en un supremo esfuerzo para derrocar al régimen.
Hipólito Yrigoyen era sobrino de Leandro N. Alem, líder fundador de la Unión Cívica Radical, a quien admiró, pero también criticó fuertemente.