Urquiza, el 22 de junio, hizo ensillar su caballo y en compañía del general Hornos y de algún ayudante, galopó hacia la ciudad y llegó hasta la legislatura; la muchedumbre le abrió paso en silencio, contuvo toda expresión de hostilidad, pero Urquiza regresó a Palermo en la conciencia de que no podría contar con el pueblo porteño para sus planes futuros.
La sesión de la Sala de representantes fue reanudada, con una vasta concurrencia popular y estudiantil. Parecía descontado ya el rechazo del acuerdo de San Nicolás, pero la inquietud y la excitación del pueblo se mantenían vivas y se preveían graves sucesos.
Habló Marcelo Gamboa para referirse a la falta de atribuciones del gobernador para suscribir el acuerdo. Le replicó brevemente Juan María Gutiérrez, ministro de gobierno, al que siguió Ortiz Vélez, que rechazó las facultades que se le otorgaban al general Urquiza y fue aplaudido por la barra.
Gutiérrez se dirigió a la barra:
"Parece que desgraciadamente los diputados y la barra están bajo la presión de sentimientos idénticos a los del primero de diciembre de 1828. En aquel tiempo no hubo ningún mozo de tienda, ni ningún estudiante de la universidad, y yo entre ellos, que no viniera a este sitio a producir escenas análogas, como si representaran efectivamente la opinión pública; y sin embargo, esta aparente opinión pública no fue la de la razón, según lo patentizó su desenlace en el Puente de Márquez".
A eso replicó el diputado Pastor Obligado:
"Eso fue obra de la tiranía de Rosas para sofocar la opinión pública".
Después hizo uso de la palabra Dalmacio Vélez Sarsfield, diputado de 1826, que no había vuelto a hablar en público en los 25 años que siguieron, pero a quien todos reconocían como una fuerza intelectual de primer orden. De los hombres de 1826, era el único que volvía; los Agüero, José Valentín Gómez, Gorriti, Gregorio Funes, Paso había muerto ya.
Comenzó diciendo:
"Cuando un pueblo, señores, toma el más vivo interés en las discusiones parlamentarias; cuando se conmueve, se agita y parece que quiere dominar a los mismos poderes públicos, entonces ese pueblo es un pueblo libre. Pero cuando él ve en silencio disponer de sus más grandes intereses; cuando no le importan las resoluciones del cuerpo legislativo que va a variar su actual existencia y constituirle un nuevo orden social, puede asegurarse que se ve oprimido por algún poder superior. El que no vea en el interés que el pueblo ha tomado sobre la decisión de la Sala, respecto a San Nicolás, otra cosa que anarquía y desorden, vuelva seis meses atrás, y presente por modelo la época de Rosas, cuando una señal dada por el cañón de Palermo imponía un silencio de muerte al pueblo de Buenos Aires, y sus hombres quedaban mudos y parados, de estéril peso a la tierra. Si el general Urquiza quiere probar al mundo que ha libertado a Buenos Aires, que no le mande el parte de la batalla de Caseros. Eso sólo fue la derrota de Rosas. Que le muestre la vida que ha dado a este pueblo; el interés que manifestó en estos solemnes días por las resoluciones legislativas que van a fijar sus destinos futuros. Sí, en estos días al parecer tumultuosos, en que cada hombre discute los más altos intereses sociales; estos días de vida pública de Buenos Aires después de veinte años atrás en que su voz estaba ahogada por la más espantosa tiranía; estos días en que cada hombre se siente libre para expresar sus pensamientos, serán para siempre los mejores títulos del general Urquiza".
Luego atacó a fondo la cláusula que confería al general Urquiza poderes discrecionales, analizó su naturaleza y alcance y concluyó que con ello se ponía fin a las instituciones internas y locales. El título de gobernador de Buenos Aires quedaba reducido a una insignificancia y eso era una injuria intolerable para el primer pueblo de la República. También desaparecía el cuerpo legislativo; "no le quedaban objetos sobre qué legislar", y era preferible acabar con esas instituciones que degradarlas, subordinándolas a un tercer poder en el interior de la misma provincia.
Censuró la idea de los gobiernos fuertes; los poderes otorgados a Urquiza estaban calculados para poner en cada pueblo una autoridad superior para avasallar y disponer a su arbitrio del poder provincial. Los gobernadores se habían convertido en San Nicolás en cuerpo electoral, en poder constituyente, en asamblea legislativa, en soberanos absolutos, usurpando todas las facultades que se atribuían. Sancionaron la inviolabilidad de los diputados y al mismo tiempo permitieron su degradación cívica y los arrojaron arbitrariamente de su alto puesto por la voluntad de los gobernadores. Resolvieron que la Constitución se promulgase inmediatamente y que el congreso eligiese al presidente de la República. Una Constitución impuesta a los pueblos no será eficaz. Un Congreso sin independencia, reunido en un pueblo
pequeño, inspira el temor de que revista con poderes vitalicios al libertador de Buenos Aires. En Estados Unidos la Constitución se libró a la libre aceptación de los estados; la Constitución de 1826 se entregó al examen de las provincias. El general Urquiza no necesitaba leyes de excepción para ocupar el primer rango en los poderes de la nación. Llevó un ataque personal contra el ministro de instrucción pública, que había dicho que advertía en la Sala ignorancia de los antecedentes históricos y legislativos. Razonada, prolija, vigorosamente, aunque sin desbordes oratorios, mostró que el acuerdo de San Nicolás carecía de bases jurídicas y legales sólidas.
Tomó luego la palabra Vicente Fidel López, ministro de instrucción pública, el primero que desempeñó ese cargo en el país, nervioso, irritable, de vastísima cultura, orador emotivo, pero a veces altanero e hiriente. Reconoció que Vélez Sarsfield había ido al fondo verdadero de la discusión, y llevó así un ataque indirecto a Mitre, que disfrutaba de mucha popularidad. El día anterior había dicho a los diputados opositores que ignoraban los antecedentes históricos; explicó esa alusión, pero no alteró la tónica de altivez de su discurso. Luego entró en materia.
El acuerdo de San Nicolás no era más que un convenio de los gobernadores de las provincias para dar cumplimiento a las leyes fundamentales de la nación, sancionadas antes y que constituyen la unidad argentina como Estado soberano; no es un tratado ni un pacto entre estados independientes, sino un simple acuerdo de carácter reglamentario de leyes que son obligatorias para las provincias. Niega que el gobernador de la provincia se haya despojado de su investidura por el hecho de abandonar el territorio de la capital, dejando un gobernador delegado. "Cuando el gobernador de la provincia pasa de su capital a otra parte del territorio para objetos de servicio público, como lo hizo en el caso que nos ocupa, lleva en sí todos los caracteres y facultades con que le invistió la ley que lo nombró. La delegación no le ha podido quitar ninguno de ellos, en razón de que la delegación es un simple decreto de economía interior del despacho, y no puede invalidar los efectos permanentes de la ley que le nombró gobernador".
Al firmar el acuerdo de San Nicolás, mantenía intacta su investidura y sus atribuciones, aunque hubiese delegado algunas de ellas para no entorpecer la marcha de la administración.
Respecto de las facultades otorgadas al general Urquiza, negó que configuren poderes dictatoriales; en los Estados Unidos las atribuciones del presidente son aún mayores. No concibe que en una discusión seria se afirme que hay dictadura porque falte el poder legislativo; "lo único que esto quiere decir es que la organización nacional está incompleta, que está informe todavía". Y agregó: "He dicho que lo único que puede reprocharse al acuerdo de San Nicolás es la imperfección en que él ha dejado por ahora la organización nacional. Pero éste es un mal necesario que nace de ser el primer paso con que empieza a salirse del caos. Pero el acuerdo, a pesar de sus imperfecciones, es un punto de partida del proceso institucional que llevará a la organización. La nación está desintegrada y es preciso constituirla, toda vez que aún estamos en la infancia. ¿Por qué? Porque hemos carecido de esa cohesión de los ánimos y de ese respeto a los intereses comunes que liga las voluntades en el mantenimiento de una idea, y que hace la fuerza material de las instituciones. Entre nosotros, siempre ha faltado, es preciso confesarlo. Y aquí, señores, me honro con la declaración que hago: que amo como el que más al pueblo de Buenos Aires, en donde he nacido; pero alzo mi voz también para decir que mi patria es la República Argentina y no Buenos Aires. Quiero al pueblo de Buenos Aires dentro de la República, y por eso es que me empeño en que salga del fango de las malas pasiones que lo postraron en la tiranía en que se ha mecido por veinte años".
Hizo el elogio de las provincias que dieron su ayuda para que fuese posible la epopeya continental de San Martín y que defendieron hasta la abnegación la frontera del norte y que hace pocos meses llegaron hasta Buenos Aires para derrocar la tiranía. No se dejó intimidar por la oposición cerrada y mayoritaria de la Sala y de la barra:
"El provincialismo, señores, es absurdo. No hace mucho que la provincia de Buenos Aires había renunciado al honor y a la fama, y se había entregado a un tirano dándole sus rentas y sus soldados. Los hombres de dos provincias fueron los que, abandonando a sus hijos y a sus mujeres a la orfandad y al duelo, iniciaron libertar a este pueblo que ya parecía que ni quería ser libertado, y se hallaba muy bien con la abyección y el deshonor en que estaba". . .
El diputado Gamboa pidió que el orador fuese llamado al orden para que no insultase al pueblo de Buenos Aires. El griterío hostil no fue un obstáculo para el orador: "Muchas leyes hay votadas en este mismo lugar que comprueban lo que he dicho, renunciando Buenos Aires a su honor, a su libertad y a su fama"...
Se hizo oir hasta el fin, audazmente, sobreponiéndose a la Sala y a la barra, dispuesto al combate extremo en defensa de la legitimidad y de los beneficios del acuerdo de San Nicolás. Fue aquélla una lucha homérica. La defensa del acuerdo por Vicente Fidel López, en un clima hostil, no es inferior en nada a los ataques cerrados de Mitre y de Vélez Sarsfield, piezas oratorias magistrales, con el respaldo y el aplauso del público. En un momento dado, Mitre recordó airado que había pasado la vida en los campamentos y que su oficio "era echar abajo a cañonazos la puerta por donde se entraba a los ministerios". La frase fue recordada años después por Alberdi, en la edición de 1855 de las Bases: "En tanto que haya publicistas que se precien de saber voltear ministerios a cañonazos, mientras se crea sinceramente que un conspirador es menos despreciable que un ladrón, pierde la América española la esperanza de merecer el respeto del mundo".