El planeta Tierra funciona como un sistema vivo: recibe un continuo flujo de radiación solar que es aprovechado como energía interna por la biosfera y como energía externa por las capas sólida, líquida y gaseosa (litosfera, hidrosfera y atmósfera). La circulación de materia que se produce como consecuencia del aporte de energía solar tiene lugar en circuitos cerrados. Estos circuitos de la materia son los denominados ciclos biogeoquímicos. Los protagonistas de estos ciclos son normalmente elementos químicos, como carbono, nitrógeno, fósforo, azufre, potasio... y otros compuestos, como el agua. En los esquemas más simples de esta circulación se consideran cuatro almacenes (biosfera, atmósfera, litosfera e hidrosfera) y se representan las reservas que existen en cada uno, así como las tasas de intercambio entre ellos.
Hay dos grandes clases de ciclos: los gaseosos, en los que los elementos tienen una reserva, importante o muy activa, en forma de gas en la atmósfera, y los sedimentarios, en los que falta el almacén atmosférico.
Hasta hace muy poco, la capacidad del ser humano para influir sobre el medio era limitada y puntual. Desde que comenzó a utilizar combustibles fósiles (carbón y petróleo), su capacidad de alterar el entorno se ha incrementado constantemente. En la actualidad, el enorme crecimiento de la población mundial y la extensión del modelo de vida que asocia el bienestar con la posibilidad de consumir grandes cantidades de energía agudizan cada vez más el problema. No solo crece de forma preocupante el número de habitantes del planeta, sino que igualmente aumenta el consumo de energía y de otros recursos que hace cada persona.
Hoy se acepta ya que la humanidad tiene capacidad para influir en el planeta de forma global. El problema de las lluvias ácidas, el agujero de la capa de ozono y el aumento de la concentración de gases en la atmósfera que incrementan su capacidad para absorber calor son problemas originados por alteraciones de los ciclos biogeoquímicos.