La revolución de Mayo quiso originariamente, con la vista fija en la revolución americana, desalojar primeramente al enemigo del virreinato del Plata; de ahí las expediciones y campañas de la Banda Oriental y del Paraguay y de ahí las campañas de 1810, que terminaron en el desastre de Huaqui, y la segunda, a las órdenes de Belgrano, que culminó en las derrotas de Vilcapujio y Ayohuma.
San Martín se dio cuenta de que no se resolvía el problema íntegramente con la eliminación de las fuerzas realistas que actuaban en Montevideo o en el Alto Perú o en Chile, sino que se imponía el ataque al centro realista de Lima. Sin abatir ese baluarte, abastecido desde la metrópoli, y que a su vez alimentaba con tropas y armamentos los frentes de lucha de Chile, del Alto Perú y de la Banda Oriental, no habría verdadera y definitiva solución. Había pues que disponerse a llevar el ataque a Lima y eso antes de que España pudiese dirigir hacia América grandes expediciones de reconquista al terminar la guerra contra Napoleón.
Ahora bien, la vía de acceso al Perú era doble: podía tomarse la del Alto Perú, como se intentó desde 1810, o la de Chile, para lo cual había que cruzar con éxito la cordillera de los Andes, empresa gigante, pues esa masa montañosa es uno de los muros naturales más elevados del mundo.
La primera ruta no permitía desarrollar grandes operaciones ofensivas, porque debía recorrer largas distancias en zonas montañosas, sin recursos naturales, que hacían posible la retirada del enemigo impunemente y le permitían parapetarse en posiciones que desgastaban a los atacantes sin ninguna ventaja decisiva; su debilitamiento era luego aprovechado por el enemigo robustecido desde Lima para contraatacar con éxito. La solución, por tanto, no debía buscarse por esa ruta. Lo explicó brevemente en carta a Nicolás Rodríguez Peña, el 22 de abril de 1814, en respuesta a una felicitación por su nombramiento:
"No se felicite usted con anticipación de lo que yo pueda hacer en ésta. No haré nada y nada me gusta acá. La patria no hará camino por este lado del Norte que no sea una guerra defensiva y nada más; para esto bastan los valientes ganchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos. Pensar en otra cosa es empeñarse en echar al pozo de Ayrón hombres y dinero.
"Ya le he dicho a Ud. mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado, en Mendoza, para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que reina; aliando las fuerzas pasaremos por el mar para tomar Lima. Ese es el camino y no éste".
Pero el camino de Chile y del mar era un sueño que tenía visos de irrealizable. Era preciso cruzar las cadenas montañosas de los Andes, de tránsito muy difícil para un ejército, por zonas desérticas, sin vegetación, sin recursos naturales para el hombre y los animales, y luego atacar al enemigo en acciones de destrucción. Pero una vez logrado ese aniquilamiento, había que contar con una escuadra para asegurar el dominio previo del mar y, al amparo de esa seguridad, transportar un ejército de Chile y de las Provincias Unidas por agua hasta las costas peruanas, e iniciar allí la segunda parte del plan.
Para la realización de ese vasto programa se carecía de ejército, de elementos de guerra, de armamento y municiones, de mandos y de escuadra, siendo los recursos financieros sumamente precarios; pero, a pesar de todo ello, la idea estratégica de San Martín ofrecía menos inconvenientes y menos dificultades que la del avance sobre Lima por el Alto Perú.
San Martín pensó en Cuyo como lugar apropiado para el adiestramiento de un ejército destinado al cruce de la cordillera.
Había sin duda un peligro: que los realistas avanzasen entretanto por Tucumán y Córdoba y atacasen a Buenos Aires, solos o en combinación con focos de resistencia como el de Montevideo, o secundando expediciones de reconquista procedente de la península. San Martín percibió que así como para los patriotas se volvía funesto el avance por las rutas del Alto Perú, lejos de sus fuentes de abastecimiento de hombres, armas, municiones y víveres, así ocurría a los realistas, que debilitaban su vigor a medida que se alejaban de sus bases y se veían desgastados por la hostilidad de los núcleos patriotas conocedores del terreno, que contaban con mayores recursos y, reforzados por Buenos Aires, o por las poblaciones de la región, podían retomar la ofensiva, como habían hecho en las batallas de Suipacha, Las Piedras, Tucumán y Salta.
Para preparar en calma y con sigilo el ejército de los Andes sólo hacía falta que en el frente del norte actuasen contingentes que se limitasen a impedir los progresos de los realistas del Alto Perú hacia el sur. La concentración de grandes contingentes de tropas en ese escenario no haría sino dañar al ejército proyectado por San Martín para penetrar en Chile.
Es decir, según la concepción sanmartiniana, las operaciones del Alto Perú debían tener solamente una significación secundaria, de entretenimiento y de mera defensa; el sistema de guerrillas practicado por Martín Güemes bastaba para hostigar al enemigo en ese frente, sin necesidad de destinar un gran ejército a ese objetivo sin salida.
El 25 de abril, aprovechando la aparición de una antigua dolencia, entregó el mando del ejército del Norte a Francisco Fernández de la Cruz y presentó su dimisión al director supremo, retirándose a Córdoba.
Desde las sierras cordobesas solicitó que se le diese el gobierno de la intendencia de Cuyo para reponerse y continuar sus servicios. El 10 de agosto fue designado gobernador intendente de Cuyo y se trasladó a Mendoza a comienzos de setiembre. Y una vez en Mendoza comenzó a toda prisa a preparar su plan de acción contando al principio sólo con su voluntad y su decisión.
Pero el panorama revolucionario chileno cambió al poco tiempo y puso en peligro su empresa.