Apenas instalado en Mendoza, se dedicó San Martín a la tarea de organizar el ejército soñado para la gran empresa. Inicialmente no contaba con más que el cuerpo de auxiliares de Chile, al mando del coronel Las Heras, que había regresado a Mendoza después del desastre de Rancagua, y las milicias de la provincia, con dos cuerpos de caballería y dos batallones de infantería: el de los cívicos blancos y el de los cívicos pardos.
Después de Rancagua, un nuevo peligro se presentó en perspectiva para malograr el plan de San Martín: el peligro del cruce de la cordillera por los realistas para operar en combinación con las tropas del Alto Perú. Esa amenaza obligó a San Martín a acelerar el aumento, organización y adiestramiento de sus efectivos para la eventualidad de un ataque desde Chile. Estableció un servicio militar obligatorio, en un bando que terminaba así:
"Todo individuo que se halle en disposición de poder llevar las armas y no estuviese alistado en los cuerpos cívicos, lo verificará en el término de ocho días y el que no lo verifique, será reputado traidor a la patria".
San Juan y San Luis respondieron, la primera con un batallón de infantería y una compañía de artilleros, y la segunda con algunos escuadrones de caballería. Los residentes ingleses en Cuyo formaron a su cargo una compañía que se incorporó al batallón de cívicos blancos.
Los vencidos de Rancagua, al llegar a Mendoza, produjeron algunos conflictos; Carrera quería seguir en el mando de los restos de su ejército negándose a admitir que no se hallaba en territorio chileno y debía someterse a las autoridades del país en que se había refugiado. Además, las tropas fugitivas cometieron no pocos desmanes y la intemperancia de José Miguel Carrera obligó a San Martín a imponer su autoridad en las provincias de su mando. Los chilenos alojados en cuarteles de Mendoza recibieron la orden de reconocer a don Marcos González Balcarce como comandante general de armas y someterse a sus órdenes inmediatas. Las Heras había sido llamado de los desfiladeros de la cordillera para reforzar con su presencia cualquier conato de desobediencia de Carrera.
La autoridad del intendente fue reconocida. Despachó parte del contingente chileno a Buenos Aires y el resto fue incorporado al ejército de los Andes o se dispersó. Apoyado en la amistad y la lealtad de O'Higgins, de Ramón Freire, de Alcázar y de Mackenna, alejó de Mendoza a los hermanos Carrera. Uno de ellos, Luis, dio muerte en Buenos Aires en un duelo singular, a Juan Mackenna, por resentimientos personales o de familia; era emisario de San Martín para informar acerca de la situación.
El director supremo aprobó la conducta de San Martín, en comunicación firmada el 9 de noviembre de 1814 por Nicolás Herrera.
Buenos Aires contribuyó con algunas tropas, entre ellas una compañía de artillería al mando de Pedro Regalado de la Plaza. Pero a fines de 1814, el futuro ejército de los Andes no contaba más que con 405 hombres de línea y 4 cañones. Para aumentar las filas se dispuso la incorpo-ración de vagos y desertores, y se decretó una leva de esclavos, todo lo cual dio un nuevo contingente de 400 hombres.
En 1815 continuó la incorporación de nuevos efectivos: dotaciones de artillería, dos escuadrones de granaderos a caballo que hicieron el viaje desde Buenos Aires en carretas al mando del capitán Soler y del teniente Lavalle, con vestuario, equipo y armamento para 400 hombres.
Para completar los escuadrones de granaderos recurrió San Martín al voluntariado; publico un bando en el que se leía:
"Tengo 130 sables arrumbados en el cuartel de granaderos a caballo por falta de brazos que los empuñen"...
En octubre disponía ya de 1.634 hombres de infantería, 1.000 de caballería de línea y 220 artilleros, con 10 cañones de diversos calibres.
Pero la tarea no consistía sólo en reunir efectivos humanos; había que poner en condiciones el armamento, disponer de pólvora, de municiones y de vestuario.
El refugiado chileno Dámaso Herrera transformó el molino de Tejada en batán movido por fuerza hidráulica; San Luis proporcionó bayetas de lana que se teñían de azul en Mendoza y se abatanaban hasta darles la consistencia deseada, y así se vistió el ejército; Álvarez Condarco aprovechó el-salitre de la cordillera y produjo pólvora de excelente calidad y cubrió con creces las necesidades del ejército; la maestranza de artillería quedó a cargo de fray Luis Beltrán, matemático, físico y mecánico, que prestó servicios esenciales en 'Mendoza, en Santiago de Chile y luego en Perú. La sanidad militar fue organizada con una admirable previsión por el doctor Diego Paroissien. La intendencia estuvo a cargo de Juan Gregorio Lemos, y la justicia militar fue articulada por el auditor Bernardo Vera.
Fray Luis Beltran fue el jefe del parque de artillería del Ejército de los Andes. Colaboró con José Antonio Álvarez Condarco en la fábrica de pólvora y lo suplantó desde que aquel llevara a cabo una misión de espionaje en Chile. Bajo su dirección se fabricaron todo tipo de armas, municiones, pólvora, herrajes y uniformes. A sus órdenes llegaron a trabajar hasta 700 hombres. En 1811, en Chile, creó lo que en la actualidad son las FAMAE (Fábricas y Maestranzas del Ejército de Chile). En 1816 abandonó los hábitos, y al año siguiente (1817) participó en la campaña a Chile. Diseñó equipos especiales para transportar cañones a lomo de mula, aparejos de su invención para subir las laderas más escarpadas, y puentes colgantes transportables para hombres y mulas.
A fines de 1815 el general San Martín resolvió evitar el contacto de su ejército con la ciudad, y para ello pensó trasladar los regimientos que se encontraban en los cuarteles de La Cañada, San Agustín y Santo Domingo a campos situados en los alrededores de Mendoza, pero los que consideró apropiados quedaban muy retirados y a él le convenía uno más cercano, que le permitiera atender simultáneamente la preparación de su ejército y los asuntos de gobierno.
Por esto aceptó los terrenos que le cedió en préstamo el vecino don Francisco de Paula de la Reta, a poco más de una legua de la ciudad y a la derecha del camino a San Juan, en el paraje de El Plumerillo, designación popular con que se conocía esa región por la abundancia de una planta parecida a un plumero.
El ingeniero Alvarez Condarco fue encargado para delinear el campamento en ese lugar húmedo, salitroso y lleno de charcos. Trazó una plaza de unas cinco manzanas, y sobre el costado oeste se levantaron galpones provisionales de tapia con techos de espadaña, divididos por compañías, con departamentos para jefes y oficiales, guardias y cocinas.
En marzo de 1815 San Martín comisionó al brigadier Bernardo O’Higgins para que construyera los cuarteles definitivos, en los cuales se utilizaron en gran parte materiales facilitados por los vecinos.
El 30 de septiembre de ese año se dieron por terminadas las obras del campamento, contando entonces con una línea de cuarteles al oeste de la plaza, donde se Instalaron los batallones números 8 y 11 de Infantería, el 1° de Cazadores y la artillería. Poco más atrás estaban las cocinas, y a mayor distancia los alojamientos de jefes y oficiales. Por el lado norte quedaban los cuatro galpones para el regimiento de Granaderos a Caballo, y por el lado sur el rancho del general en jefe, el Cuartel General y el Estado Mayor.
Al centro del costado este de la plaza se levantaba un grueso paredón de adobes de doble fila, de cien metros de largo, destinado al tiro al blanco.
La actividad fue en aumento y se intensificó la instrucción diaria en El Plumerillo. Antes de las cinco de la mañana estaba ya en pie San Martín, recibía a sus ayudantes y dictaba las órdenes El 5 de enero de 1817 el ejército, en traje de parada, dejó por primera vez el campamento y fue a la ciudad para rendir honores a su Virgen Patrona y asistir a la bendición de la bandera; a la tarde formó en El Plumerillo para cumplir el juramento sagrado. La bandera estaba en manos del brigadier Soler rodeado por el Estado Mayor; San Martín se adelantó y cruzando su espada con el asta hizo el solemne juramento, luego los jefes y oficiales, y por último la tropa.