Pueyrredón insistió ante el gobierno de Buenos Aires en su renuncia; no era militar profesional y se requería un jefe que fuese capaz de reorganizar fuerzas contra la ofensiva realista inminente. En su lugar el Triunvirato designó a Manuel Belgrano y éste se puso en marcha desde las barrancas de Rosario; se le había encomendado una misión espinosa e ingrata, pero el antiguo secretario del Consulado no sabía resistirse a ninguna tarea que exigiese la revolución y la lucha por la independencia, cualquiera que fuese su costo.
Animado por la fe en la obra revolucionaria, en la libertad individual y colectiva, estoico en el sufrimiento, tenaz y austero, con un sentido de la disciplina y del deber, se dispuso a vencer todos los obstáculos y a someterse a los imperativos de la organización militar. Se le dieron ins-trucciones para que procediera a una retirada estratégica; si el enemigo amenazaba Tucumán, debía trasladar a Córdoba la fábrica de fusiles de Tucumán y privarle en todo el trayecto que hiciese hacia el sur de los recursos de las zonas invadidas.
Belgrano salió enfermo de Rosario el 1 ó el 2 de marzo y llegó a Tucumán el 19, donde se estaban haciendo ya preparativos para alojar las tropas que conducía Pueyrredón. Pero cuando se informó que los realistas habían suspendido el avance, pidió a Pueyrredón que se detuviera y esperó a su sucesor en Yatasto, a donde llegó el 26 de marzo tomando de inmediato posesión del mando. Días después informó al gobierno: "La deserción es escandalosa y lo peor es que no bastan los remedios para contenerla, pues ni la muerte misma la evita".
Aquello no era un ejército, sino un montón informe de gentes semidesnudas, enfermas, mal armadas, indisciplinadas y atemorizadas; las poblaciones se mostraban indiferentes y en parte hostiles; la oficialidad procedente de las milicias era de calidad inferior.