Expulsión de los jesuitas.

Los jesuitas habían sido autorizados para regresar al país y para dedicarse a la enseñanza. A los pocos años se les catalogó como adversarios, entre otras cosas porque ponían trabas a la «expansión noble de los sentimientos patrióticos federales» y no veían con simpatía el grito ¡Mueran los salvajes unitarios!


La Iglesia Católica, del obispo competía con la Sociedad Popular Restauradora en el culto a Rosas; su retrato era exhibido en las parroquias, los fieles debían asistir a las ceremonias litúrgicas con el cintillo punzó. 

Como los jesuitas no se sumaron a esas prácticas del clero ni quisieron distinguirse en la prédica fervorosa en favor del régimen, eso bastó para que se les pusiera en el índice de los enemigos. Rosas había sentenciado:

Están contra nosotros los que no están del todo con nosotros. Los jesuitas no se manifestaban ostensiblemente federales y corrió por la ciudad el grito de los rosistas: ¡Mueran los jesuitas salvajes unitarios ingratos! Los alumnos fueron retirados de su colegio, comenzando el desbande por el hijo de Tomás de Anchorena. El rector Mariano Berdugo dispersó a los sacerdotes en casas amigas para evitar que fueran objeto de desmanes y el colegio quedó despoblado; el 20 de octubre de 1841, el padre Berdugo pudo llegar en un barco extranjero a Montevideo como refugiado.

Esta fuga complica aún más las cosas. Finalmente, en marzo de 1843, el jefe de policía, Bernardo Victorica, dispone la expulsión de los padres no secularizados. Sólo dos, Francisco Majesté e Ildefonso García, permanecen en Buenos Aires.