Mientras Buenos Aires gozaba de una prosperidad relativa, el resto del país estaba estancado. Las causas eran varias: Pedro Ferré, de Corrientes, y los representantes de otras provincias habían reclamado a Buenos Aires por el librecambismo, que anulaba a las industrias locales. Para reducir las protestas, Rosas dictó, el 18 de diciembre de 1835, la Ley de Aduana, que entraría en vigor al año siguiente, para proteger los productos e industrias de las provincias, aunque no las libraba de la hegemonía de Buenos Aires.
Las discusiones que precedieron al Pacto Federal de 1831, antecedente fundamental de la Constitución Nacional, dieron lugar a un planteo alrededor de la política arancelaria. Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, al frente del movimiento proteccionista, pidió a Buenos Aires la revisión de esa política basada en el libre comercio.
A su juicio, éste perjudicaba al bienestar del país, arruinaba las pocas industrias sobrevivientes desde 1810 y provocaba una sangría monetaria a favor del comercio extranjero.
Estos planteos no tardaron en hacerse presentes también en Buenos Aires, que hasta entonces había sido renuente a ellos. Una parte considerable de la comunidad provincial se oponía al liberalismo rivadaviano, y en la Legislatura muchos representantes comenzaron a reclamar medidas de protección para la agricultura y la industria. Con ello buscaban recortar la presencia extranjera en la producción local e instar al gobierno a seguir el ejemplo protec-cionista de los Estados Unidos.
El 18 de diciembre, Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires, quebró la tradición librecambista vigente desde 1821 en lo que se entendía como un esfuerzo para adecuar la política tarifaría a las necesidades de sectores provinciales del resto del país.
Entre otras disposiciones, la Ley de Aduana dictada por él incrementaba los derechos de importación sobre varios productos y prohibía total o parcialmente la compra de otros, entre ellos bienes agrícolas.
Al promover la ley, el gobernador justificaba sus razones en el hecho de que la agricultura y la industria se resentían debido a la falta de protección y se carecía de capitales para actuar en los medios ganaderos por la ausencia de estímulos: en ambos casos como consecuencia de la importación de productos extranjeros.
La nueva política favoreció el desarrollo del agro bonaerense así como el de las otras provincias.
El artesanado Porteño recibió un apoyo hasta entonces desconocido al igual que las industrias vinícolas de Cuyo y Tucumán, las textiles y alimenticias de Córdoba y Santiago del Estero y la ovina del Litoral.
No obstante, no se tardó en revisar la política de tarifas elevadas en 1836, con motivo del bloqueo francés, se redujeron en una tercera parte los derechos de todas las importaciones y en 1841 se permitió la entrada de artículos cuyo ingreso estaba hasta entonces prohibido. De esta manera, Rosas abandonó pronto la experiencia proteccionista, cuando debió enfrentarse a condiciones externas desfavorables.
Gravaba con altos derechos, y hasta prohibía introducir en Buenos Aires artículos del exterior que compitiesen con los del país, pero sólo el puerto de Buenos Aires estaba habilitado para manejar el comercio exterior y, así, obligaba a las provincias a someterse a su línea económica. Lo que se prohibía en Buenos Aires era prohibido en todo el país.
Muchas provincias enviaron notas de agradecimiento al gobernador de Buenos Aires, pues en esa ley veían respetadas muchas de sus antiguas reclamaciones a la ciudad-puerto. No todas las provincias se mostraron conformes con la Ley de Aduana. Santa Fe y Corrientes hicieron observaciones. El gobierno correntino, en la persona de Atienza, escribió el 18 de junio a Rosas quejándose de que la yerba mate y el tabaco de su provincia debían pagar, por entrar en Buenos Aires, el mismo tributo que se cobraba a los artículos similares procedentes del Paraguay; también protestaba por el excesivo impuesto, de un veinte por ciento, a los cigarrillos, industria a la que se dedicaba toda la provincia. Esto se debe a que Rosas beneficiaba con los mismos aranceles a la producción paraguaya, ya que nunca reconoció la independencia de Paraguay, al que consideraba parte integrante de la Confederación.