La ruptura de relaciones entre Francia y Rosas dio lugar a la toma de la isla Martín García. Lavalle salió de ésta con 550 hombres y desembarcó cerca de Gualeguaychú. Si bien Lavalle no estuvo en los preliminares de la conspiración contra Rosas, fue el eje de la vasta acción planeada y la cubrió con su nombre y su prestigio.
Le tocó a la juventud de 1837 la tarea de cohesionar y articular las múltiples reacciones contra Rosas, dentro y fuera del campo federal; Lavalle fue tomado como abanderado para la lucha.
El general Juan Lavalle entró en acción con la ayuda francesa, pero sin la cooperación uruguaya esperada, debido a la rivalidad de Fructuoso Rivera. Éste, por su lado, prometió ayuda a los emigrados, pero al mismo tiempo negoció con Rosas en secreto para llegar a un acuerdo, que no descartaba el sacrificio de quienes se habían refugiado de la persecución sufrida por disentir con Rosas.
Mientras Lavalle ultimaba la preparación de sus huestes, Rivera negociaba con el gobernador de Buenos Aires por intermedio de los diplomáticos extranjeros; los británicos deseaban la paz entre Rosas y Rivera.
El 2 de septiembre de 1839, Lavalle partió de la isla Martín García; desembarcó en el puerto de Landa y el 11 de septiembre ya estaba en Gualeguaychú, librando su primera acción el día 22 en las puntas de Yeruá.
Este primer triunfo le sirvió a Lavalle políticamente; el 26 de septiembre dirigió una proclama a la Legislatura de Paraná exigiendo la colaboración de Entre Ríos para la lucha contra Rosas. La comunicación a la Legislatura no obtuvo ningún efecto entre los federales y, además, disgustó a los unitarios como Francisco Pico, quien le censuró a Lavalle el hecho de haberse convertido en abogado de las pretensiones francesas, cometiendo el error de asociar demasiado a los franceses en la empresa y pidiendo más en su favor que ellos mismos.
Lavalle partiendo desde Montevideo hacia la Isla Martín Garcia, 2 de Julio 1839
Corrientes recibió con júbilo la noticia de la presencia de Lavalle en Entre Ríos. El 2 de abril, Pedro Ferré había sido designado gobernador de la provincia. Ferré, antiguo enemigo del sistema de Rosas, comisionó a Manuel Olazábal para que se entrevistara con Rivera, y a Manuel Leiva para que trabajase en favor de la lucha inminente contra el dictador. Tan pronto como Lavalle apareció en Entre Ríos, con su larga tradición de lucha en la resistencia contra la dictadura, se pronunció contra Rosas. Lavalle, camino a Corrientes, se encontró con el gobernador Ferré en Curuzú Cuatiá, donde estableció su cuartel general. A principios de 1840, gracias a los contingentes correntinos y a las armas y pertrechos facilitados por los franceses, Lavalle pudo dirigirse a Diamante con un ejército de cuatro mil hombres. Echagüe, derrotado en Cagancha (Uruguay), poco antes, a fines de 1839, lo interceptó con éxito en junio de 1840 en el arroyo Don Cristóbal. La victoria no fue total, y ambos jefes se la adjudicaron, siendo mayores las pérdidas de Echagüe, cuyo ejército había sido reforzado y equipado por Rosas. El resultado de la batalla, aunque indeciso, sirvió para levantar la moral de los antirrosistas. Superada la pérdida de hombres y armas de Don Cristóbal, Echagüe volvió a entrar en contacto con Lavalle a comienzos de julio; el 16 de ese mes se libró la batalla de Sauce Grande, quedando bastante maltrecho el ejército de Lavalle.
Después de la derrota de Sauce Grande el jefe antirrosista no podía permanecer en Entre Ríos y se embarcó en las naves francesas con las fuerzas que pudo salvar; desembarcó en Baradero el 5 de agosto con más de 1.100 hombres. Esa misma noche, una columna marchó hacia Arroyo de Tala y tropezó al día siguiente con otra columna al mando de Ángel Pacheco, quien estuvo a punto de caer prisionero. Cuando todo parecía indicar un ataque inminente, se detuvo en Merlo, a una distancia de unos 28 kilómetros de Buenos Aires, y, por causas no bien esclarecidas aún, desistió de la operación.
Pascual Echagüe conto con el apoyo de Juan Lavalleja y los miembros del partido de los blancos, cruzó el río Uruguay para atacar a Rivera, pero este lo venció (con apoyo de los unitarios argentinos) en la batalla de Cagancha, el 29 de diciembre de 1839, en el departamento de San José, Uruguay en las cercanías del arroyo Cagancha, mientras tanto a sus espaldas, el general unitario Juan Lavalle había invadido Entre Ríos, pero tras una victoria efímera, se había retirado a Corrientes. Desde allí volvió a invadir Entre Ríos, donde se enfrentó a Echagüe en dos batallas sangrientas pero poco decisivas, en Don Cristóbal y Sauce Grande
Algunos días más tarde pasó a Santa Fe, cuya ciudad hizo tomar por asalto, venciendo la porfiada resistencia que le opuso el general Garzón. El general Tomás de Iriarte describe en sus famosas Memorias la marcha del Ejército Libertador de Lavalle, en el cual dice que reinaba gran desorden, pero que la simpatía del general y la adoración que sentían sus soldados por él lo mantenían cohesionado. Iriarte, federal «lomo negro» y, por consiguiente, opositor a Rosas, afirma que nunca había conocido un general tan querido por sus hombres como Lavalle. Pero, para hacerse popular entre los gauchos y la gente humilde —queriendo imitar a Rosas—, aflojó la disciplina. Se permitió el juego en el ejército, y el general en jefe daba el ejemplo jugando al mus en su tienda de campaña. A Lavalle le gustaba alardear de sus ocurrencias de hombre gaucho. Dice Iriarte que veía a Lavalle «frío, y como suspensa su mente, vagar a caballo en varias direcciones y, sin fijarse en nada, parecía una máquina sin movimiento».
La infantería no tenía cartuchos y la artillería había consumido sus municiones y la desorganización era total.
Componían el ejército de Lavalle 2.600 de infantería y 120 artilleros con cuatro cañones. El 14 de agosto de 1840 las fuerzas de Lavalle pasaron por Arrecifes, el fortín de Areco y el pequeño pueblo de Giles. Dice Iriarte que la población los recibió con alegría, y que los estancieros se presentaron a ofrecerle sus servicios. La tropa mataba ganado, mientras Lavalle ordenaba pagar los daños para evitar protestas.
Eugenio Garzón en 1840 defendió la ciudad de Santa Fe contra el ataque de Lavalle, que se retiraba de Buenos Aires. Sus 800 milicianos resistieron durante tres días, en que se le redujeron a cien. De todos modos, no se rindió hasta que le garantizaron respetar su vida. Varios oficiales convencieron a Lavalle de fusilarlo, pero a último momento éste cambió de idea. Prisionero de Lavalle hasta después de su derrota de Quebracho Herrado, fue enviado al campamento de Oribe.
El 19 de agosto llegaron a Luján, donde una persona recién llegada de Buenos Aires dijo que Rosas se había trasladado al campamento de Santos Lugares dos días antes. En Luján se enrolaron en el Ejército Libertador más de doscientos hombres, pero los soldados cometieron rapiñas y robos que disgustaron a los pobladores. El 25 de agosto llegaron al pueblo de Navarro y, en la estancia de Almeida, Lavalle le confió a Iriarte que no pensaba atacar a Rosas, pues éste tenía fuerzas superiores: dos mil hombres de infantería y 28 piezas de artillería de campaña y de grueso calibre. Lavalle pensaba que su posición en el campamento de Santos Lugares era inexpugnable y que sería una temeridad atacar a Rosas solamente con la caballería e infantería. Al mismo tiempo se quejaba de la inacción del pueblo y de que no había encontrado simpatías en la campaña. Iriarte lo escuchó estupefacto y trató de convencer a Lavalle para que atacara a Buenos Aires, pues la inmensa fama del Ejército Libertador infundía espanto al enemigo. Pero Lavalle se mantuvo firme y le respondió que ésas eran teorías ilusorias de los ideólogos de Montevideo, que él veía la realidad tal como era y que sería una locura imperdonable exponer a su caballería a los fusiles y cañones de Rosas.
Los argumentos que expuso Iriarte no convencieron a Lavalle, quien tomó la drástica decisión de abandonar la campaña a pocos kilómetros de Buenos Aires, en el mismo lugar donde había ordenado fusilar a Dorrego en 1828.
Lavalle estaba alojado en la misma habitación de once años atrás y todavía estaba allí la mesa sobre la cual escribió la terrible sentencia. Iriarte dice que a Lavalle se le veía alterado y nervioso.
El mayordomo de la estancia de Almeida lo contemplaba como en éxtasis, lo cual provocó la ira de Lavalle, quien le dijo de forma brusca: «¿Qué? ¿No ha visto usted a un hombre nunca? Vaya, pues, ¡no me esté mirando como si fuese una niña bonita!».
Iriarte sostiene que Lavalle le confió lo siguiente sobre la ejecución de Dorrego: «Me hicieron cometer un crimen; yo era muy joven entonces, no tenía reflexión y creí de veras que hacía un servicio a la causa pública. Mucho me costó firmar la sentencia; me enfermé, porque yo amaba mucho a Dorrego, le tenía inclinación. Pero es cierto también que cargué solo con la responsabilidad. He de asegurar el bienestar de la familia de Dorrego si entramos en Buenos Aires».
Según Iriarte, en la noche del 25 de agosto, en honor de Lavalle, hubo serenata al estilo del país en el campamento. Unos soldados guitarreros fueron recibidos en la habitación del general y «en la letra de sus canciones tristes cantaron las proezas del héroe colmándolo de alabanzas y bendiciones. El general los oía enternecido y los cantores fueron obsequiados».
La Batalla de San Cala ocurrió en el departamento Minas, en la provincia de Córdoba entre el 8 al 9 de enero de 1841, este fue un combate entre las fuerzas unitarias y las federales que, al mando del general Ángel Pacheco y evitaron la expansión de la Coalición del Norte (unitaria) a las provincias de Cuyo.
El 31 de agosto, José Lavalle, hermano del general, viajó a Montevideo para entregarles seiscientas onzas de oro a las familias de los oficiales del ejército.
El 5 de septiembre de 1840, el ejército llegó a la capilla de Merlo, y ese día comenzó a circular la noticia de que Lavalle no seguiría adelante y emprendería una inexplicable retirada. Lavalle no durmió esa noche en el cuartel general y la pasó al aire libre, lo cual sorprendió a Iriarte, pues el general siempre dormía bajo techo y bien cobijado, y rara vez en su tienda de campaña, y cuando llovía pasaba la noche en un hermoso coche que le obsequiaron cuando desembarcó en la provincia de Buenos Aires. El 6 de septiembre de 1840, por la noche, el Ejército Libertador emprendió la retirada hacia el norte alejándose de Buenos Aires, que ya estaba a la vista de la tropa. Dice Iriarte que era una noche lluviosa y fría y que todo el ejército marchaba triste y desmoralizado. El 7 llegaron a Luján a las nueve de la noche y encontraron todas las puertas cerradas. Algunos soldados forzaron puertas y hubo desórdenes.
El ejército prosiguió su marcha, pasando por Areco y Giles. La gente los vio pasar consternada; habían desfilado en triunfo pocos días atrás, y ahora volvían vencidos. Todos se asombraban de esa retirada. Lavalle pasó de largo frente a San Nicolás, donde le hubiese sido fácil vencer a Oribe, que estaba en ese lugar con solamente ochocientos hombres. Al pasar por Arroyo del Medio fue desenterrado el cadáver de Cullen, fusilado allí en 1839, para entregarlo a su viuda en Santa Fe.
Lavalle cometió el error de no tomar el pueblecito de Rosario, punto estratégico con buenos pastos y buenas aguas.
Dice Iriarte que el desorden continuaba en el ejército, al cual seguían unas cuatrocientas mujeres, compañeras de los soldados, que montaban en los mejores caballos y se dedicaban a robar en los ranchos y estancias por donde pasaban.
El 28 de septiembre de 1840, Iriarte y el coronel Díaz atacaron en varias columnas a la ciudad de Santa Fe, precipitándose por las bocacalles y asaltando las trincheras que se habían levantado. En el Cabildo y la Aduana ofrecieron resistencia varias piezas de artillería, pero finalmente la plaza fue tomada. Los soldados, ebrios, se dedicaron al robo, forzando las puertas de las casas ante la desesperación de Iriarte y de otros jefes. El general Eugenio Garzón, oriental, jefe de la plaza tomada, fue tratado con todo respeto por Iriarte y Lavalle.
La Batalla de Famaillá fue librada el 19 de septiembre de 1841 y terminó con la victoria del ejército federal argentino, al mando del expresidente uruguayo Manuel Oribe, sobre el ejército unitario del general Juan Lavalle
Mientras las fuerzas de Lavalle avanzaban sobre Buenos Ares, se vivía en la ciudad gran agitación y febril ansiedad, en tanto aumentaba la actividad represiva de la Mazorca para evitar posibles adhesiones a Lavalle. En enero de 1840, para reemplazar a Leblanc, llegó al Río de la Plata el almirante Dupotet. El 29 de febrero de ese año, Dupotet sostuvo una conferencia con el ministro Arana a bordo de la corbeta británica Acteón para dar fin a la intervención francesa contra Rosas en el Río de la Plata. Mientras tanto, se integraba en Francia un nuevo gabinete, encabezado por Thiers, quien propuso enviar una fuerte expedición al mando del almirante Charles Baudin, el cual había bombardeado San Juan de Ulúa en México. Gran Bretaña, temerosa de la influencia francesa en el Río de la Plata, intentó atemperar las medidas tomadas, logrando que se cambiara la situación. Baudin fue reemplazado por el vicealmirante Ange René Raymond, barón de Mackau, quien arribó al Río de la Plata el 23 de septiembre de 1840 con una flota de 36 naves tripuladas por seis mil hombres. Entre el 14 y el 29 de octubre se realizaron negociaciones a bordo del navío Boulonnaise entre el ministro Arana y el barón de Mackau. Una lancha llevaba al ministro Arana hasta la nave francesa, y al anochecer éste desembarcaba en la Recoleta para referir a Rosas lo tratado. Finalmente, el 29 de octubre se firmó la convención o tratado Arana-Mackau, ratificado por Rosas el 31 del mismo mes. Bombas de estruendo fueron
detonadas en la Alameda, las naves francesas dispararon 21 cañonazos festejando el fin de las hostilidades y lo mismo hicieron los cañones de la fortaleza.
Mackau desembarcó, fue agasajado por Rosas en el Fuerte y éste retribuyó la visita almorzando en la nave Alcmene. El mismo día de la firma del tratado, Rosas le escribió a Oribe: «El artículo sobre la República Oriental nos deja en libertad para continuar la guerra».
En 1842, Francia y Gran Bretaña se opusieron a la intervención bélica de la Confederación contra Rivera, lo cual conduciría a la intervención armada de los francobritánicos de 1845.
En el tratado Arana-Mackau se estipulaba que Rosas reconocería las indemnizaciones a los ciudadanos franceses, y que amnistiaría a los proscritos que abandonasen su actitud hostil hacia el gobierno de Buenos Aires. Por su parte, Francia levantaría el bloqueo del Río de la Plata y devolvería la isla Martín García, incluyendo los armamentos y barcos capturados. A Lavalle, que no aceptó el tratado, los franceses le ofrecieron ubicarlo en Francia con el grado y sueldo de general francés, pero Lavalle no aceptó la propuesta y continuó la lucha. El tratado con Francia fue un triunfo para Rosas y un grave revés para los unitarios, los cuales perdieron un aliado que les suministraba armamentos, dinero y apoyo naval.
Derrotada la Liga del Norte por Oribe, en la batalla de Famaillá, el 19 de septiembre de 1841. Avellaneda debió exiliarse. A caballo, se dirigió a San Javier, pasó por Raco y siguió hacia el norte, buscando alcanzar Jujuy. Pero en la estancia La Alemania fue traicionado y arrestado por Gregorio Sandoval, quien decidió pasarse al bando rosista. Junto con otros oficiales fue entregado a Oribe. Este dispuso su ejecución, que llevó a cabo el coronel Mariano Maza degollándolo el 3 de octubre en Metán. Su cabeza fue expuesta para escarmiento, clavada en una pica, en el centro de la Plaza Independencia
Las provincias de Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja se pronunciaron contra Rosas en abril de 1840. Juan Bautista Alberdi, desde Montevideo, instó a Marco Avellaneda para que encabezase el movimiento contra el dictador porteño. Al coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid, que había regresado a Buenos Aires en agosto de 1838 disgustado por la intervención francesa, Rosas le asignó la misión de recuperar el parque del ejército que estaba en Tucumán, a raíz de la guerra contra Santa Cruz. Lamadrid partió de Buenos Aires a fines de febrero de 1840 y llegó a Tucumán a mediados de marzo. Pronto advirtió que los gobiernos de las provincias norteñas estaban dispuestos a levantarse contra Rosas y se proclamó nuevamente unitario. El 7 de abril, la Legislatura tucumana, presidida por Marco M. Avellaneda, desconoció a Rosas como gobernador de Buenos Aires, le retiró la autorización para conducir las relaciones exteriores, y se negó a entregar el parque de guerra.
El primero de abril se adhirió Salta, gobernada por Solá, y Jujuy hizo lo mismo el 18; tres días más tarde, Catamarca, gobernada por Cubas, también se pronunció contra Rosas, y La Rioja, cuyo gobernador era Tomás Brizuela, lo hizo el 8 de mayo. Esta Coalición del Norte que se proponía organizar el estado mediante una constitución, reclamó la adhesión de las provincias de Córdoba, Santiago del Estero y Cuyo, pero los gobernadores de éstas se negaron a oponerse a Rosas. Lamadrid marchó sobre Córdoba con 1.500 hombres en junio de 1840, tomándola en octubre.
UNA PENOSA MARCHA. En el célebre óleo de Blanes, a la derecha, se ve cruzado sobre un caballo blanco y cubierto por la bandera, el cadáver de Lavalle que sus soldados llevan rumbo a Potosí.
Mientras tanto, el general Lavalle, con la idea de incorporarse a las fuerzas de Lamadrid, evacuó la ciudad de Santa Fe el 16 de noviembre de 1840 con cuatro mil soldados y seis cañones; los seguían 83 carretas con las familias santafesinas opositoras a Rosas. Cuando el almirante Mackau le envió un emisario ofreciéndole cien mil francos para él, una suma igual para sus oficiales, otra reservada para su esposa en Montevideo y le aseguraba su ingreso en el más alto grado del escalafón del ejército francés, la respuesta de Lavalle se redujo a solamente cinco palabras: «Mi honor me prohibe aceptar». Oribe, con un ejército de cinco mil hombres de caballería, mil de infantería y cinco cañones, lo alcanzó en Quebracho Herrado el 28 de noviembre de 1840, en la provincia de Córdoba, y lo batió completamente. Para alcanzar a las fuerzas enemigas, Oribe realizó una marcha forzada quizás única en los anales de las guerras civiles argentinas: en dos días recorrió más de 150 kilómetros por una región desértica. La batalla se inició al amanecer, y dice Iriarte que los bueyes que arrastraban las carretas con las familias estaban exhaustos: «Daba pena ver en tanta aflicción a las pobres familias agobiadas por el hambre, la sed, rodeadas de sus tiernos hijos y de los efectos más preciosos que trataban de salvar. Distábamos dos leguas de la laguna de Quebracho Herrado, punto en que teníamos que hacer alto y dar de beber a los caballos y a la tropa. Todos estábamos exánimes por falta de alimento y agua. Desde que entramos en el desierto no se había carneado. Hacía cuatro días que yo no comía ni bebía. Todos estábamos postrados».
En esta situación, Oribe, junto al general Ángel Pacheco y coroneles Hilarlo Lagos y Vicente González, atacó el ejército unitario. La artillería de Lavalle hizo solamente cinco disparos, teniendo en los armones municiones para realizar más de ochenta tiros. La artillería federal disparaba en dirección al cuartel general unitario, situado a retaguardia de la infantería, tratando de herir al general en jefe. La caballería unitaria hizo huir dos veces a la caballería federal, cuya infantería quedó sola y aislada y formó en cuadros para defenderse. Iriarte dice que a Lavalle le faltaron dotes de estratego para definir la batalla a su favor. Cuando varios escuadrones de caballería unitarios comenzaron a ceder y huir, el resto del ejército comenzó a dispersarse y la fuga se hizo general. Iriarte logró reunir unos mil hombres junto a las carretas de las familias y trató de llevarlos a la lucha, pero en ese momento llegaba Lavalle junto a muchos hombres en total desorden. El general Garzón, que marchaba prisionero desde Santa Fe, ofreció quedarse y hacerse cargo de las familias inermes. El Escuadrón Mayor, integrado por muchos estancieros acaudalados y jóvenes de las mejores familias unitarias, cargó al enemigo dos veces y, cuando el ejército se retiraba en desorden, conservó su formación y defendió la retaguardia. Oribe capturó a seiscientos soldados, todos los cañones, y considerable número de armas y municiones.
El ejército unitario en retirada siguió su marcha; muchos dispersos se reincorporaron a las filas y, en El Tío, se reunieron más de dos mil hombres. Habían atravesado treinta leguas de desierto. El 3 de diciembre, Lavalle se encontró con Lamadrid en la capilla de Peralta y se abrazaron. Lamadrid tenía unos dos mil hombres bien organizados. El primero de enero de 1841, ambos ejércitos unitarios siguieron su retirada hacia el norte y atravesaron una inmensa llanura sin agua, la Travesía, sufriendo grandes privaciones.
Dice Iriarte que «el ejército de Lavalle era una sombra que vagaba sin meta». Sus fuerzas consistían en restos de los escuadrones Yerúa, Mayo y Victoria y su escolta estaba al mando del coronel Sandoval, hombre oscuro y sin educación que Lavalle elevó a ese rango. Las fuerzas de Lamadrid, más organizadas, marchaban separadas. Cuando llegaron a Catamarca, Lavalle tenía sólo trescientos hombres; a mediados de enero de 1841 no llegaban a 150.
El 24 de enero arribaron a Catamarca, donde Lavalle se entrevistó con Marco AveIlaneda. La rivalidad entre Lavalle y Lamadrid impidió que reunieran sus menguadas fuerzas. Lamadrid retrocedió a Tucumán, y Lavalle operó en Catamarca y La Rioja, enviando a la vez dos destacamentos hacia Mendoza y Santiago del Estero al mando de los coroneles Vitela y Acha. Antes de llegar a destino, Vitela fue alcanzado y batido por Pacheco en San Calá (Córdoba) el 9 de enero de 1841. La marcha de Acha por Santiago del Estero fue desastrosa: sus tropas, disminuidas por la deserción, pasaron por la ciudad de Catamarca y entraron en La Rioja en demanda de Lavalle, pero éste ya se había retirado hacia el norte. Acha fue sorprendido y derrotado por Aldao, gobernador de Mendoza.
Éste, después del triunfo, siguió en busca del general Brizuela, gobernador de La Rioja y jefe militar de la Coalición del Norte, y lo derrotó en Sañogasta; durante la fuga, Brizuela fue muerto por sus propios soldados. Lamadrid salió, entonces, de Tucumán para emprender una nueva ofensiva. Confió su vanguardia al coronel Acha, que abandonó las filas de Lavalle.
Acha penetró en San Juan y derrotó en Angaco al gobernador Benavídez. Demasiado confiado por ese triunfo, Acha fue sorprendido por una reacción de Benavídez, a quien reforzaba Aldao. Después de otro combate, librado en el mismo sitio del anterior, Acha capituló con la promesa de que su vida y las de sus oficiales serían respetadas, lo que no se cumplió. El jefe unitario partió, con una escolta, para ser entregado al general Pacheco, pero a orillas del Desaguadero lo fusilaron y su cabeza fue clavada en una larga pica que quedó en el lugar.
Lamadrid entró en Mendoza, mientras tanto, con el resto de sus fuerzas; Pacheco le salió al encuentro en Rodeo del Medio y lo venció tras dura lucha el 24 de septiembre de 1841. Los que pudieron, huyeron a Chile. Por su parte, Oribe invadió Tucumán, donde había quedado Lavalle, y lo derrotó en Famaillá el 19 de septiembre de 1841.
Marco Avellaneda, Vilela y otros fugitivos, traicionados por el capitán Sandoval, cayeron en poder de sus perseguidores, y éstos los degollaron en Metán. El cadáver de Avellaneda fue profanado y su cabeza permaneció expuesta en la plaza mayor de Tucumán hasta que los ruegos de una dama, Fortunata García, consiguieron que le fueran entregados los restos mortales para darles cristiana sepultura.
El coronel Mariano Maza, que tenía ningún parentesco con los Maza nombrados anteriormente, ocupó la ciudad de Catamarca el 29 de octubre de 1841 y ordenó tal matanza de los principales vecinos que llegó a impresionar a los mismos rosistas.
Lavalle siguió hacia Salta, con los sobrevivientes de Famaillá; tenía aún la ilusión de resistir, aunque carecía de tropas regulares, de armas y de dinero. No sabía que Avellaneda había sido decapitado en Metán y que nada quedaba de las fuerzas de Lamadrid.
Mientras hacía nuevos planes de acción, las tropas correntinas, que lo habían acompañado durante toda la campaña, decidieron regresar el 6 de octubre a su provincia para continuar allí la lucha con el ejército del general Paz; el indio Colonitopo había cruzado el Chaco con cartas de Paz para Lavalle. Con doscientos hombres, Lavalle continuó su marcha hacia Jujuy, no sin antes despedir a las fuerzas que partieron a Corrientes al mando del coronel Salas. Lavalle envió a su ayudante Lacasa para que buscara alojamiento; el pueblo estaba desierto y el gobernador interino Aberastain y demás autoridades habían huido hacia Bolivia ante la noticia de que se aproximaba el ejército de Oribe. El 8 de octubre, Lavalle, junto con Lacasa, su secretario Félix Frías, el teniente Alvarez y ocho soldados de su escolta se alojaron en la casa que el día anterior había ocupado Elías Bedoya.
En la madrugada del día 9 apareció frente a la casa una partida de tiradores y lanceros; Lacasa corrió a avisar a Lavalle y, mientras sus hombres se disponían a resistir, sonaron disparos, y Lavalle, bañado en sangre, cayó al suelo: una bala le había atravesado la garganta.
La partida se alejó sin saber que había matado al jefe de la guerra contra Rosas a los 44 años de edad. Pedernera, que acampaba en los suburbios de Jujuy, asumió el mando de los restos del ejército, decidiendo cargar los restos mortales de Lavalle para evitar que los profanaran. Así, sorteando peligros y burlando una tenaz persecución, padeciendo hambre y sed, lograron llegar a Bolivia, depositando los despojos en la catedral de Potosí, después de descarnar el cadáver, que había entrado en descomposición, a orillas de un arroyo en Huancalera.